La muerte y la primavera #4

4. Invierno.
 
“En el invierno de nuestro descontento”, escribió Shakespeare y no existe fórmula retórica mejor para expresar el desasosiego espiritual, tan íntimo y profundo como “el frío que cala los huesos”, según decía mi abuela.
 
Al final, llegamos al final. ¿O será como el eslogan ese de la serie que, en la reversión de la retórica clásica, resume las cosas extrañas de este mundo: “Todo final tiene un comienzo”?
 
Siempre inasible y ominosa, la amenaza (los caramenos) se vuelve palpable cuando nuestro héroe se hunde en el río. Es un juego de palabras porque él acaba con los rasgos desfigurados y de la historia de los vecinos del otro lado de la montaña terminamos sabiendo poco: “O bien Rodoreda quiso dejarla en el misterio, o es uno de los varios baches narrativos de esta novela póstuma que, como dice su traductor Eduardo Jordá, no está incompleta sino ‘inacabada’”, escribe Mariana Enríquez en el posfacio y a mí me gusta pensar esto: Mercè Rodoreda abandonó la escritura de La muerte y la primavera en los sesenta, mientras sufría su exilio, y el libro se publicó después de su muerte, tal como ella lo dejó. Pasa lo mismo con la vida real, si tal cosa existe: queda inacabada. Muy pocos sucesos pueden organizarse según la tríada ideal de comienzo, desarrollo y desenlace y la mayoría de los hilos narrativos se pierden sin jamás formar una madeja. Es uno de los mayores errores del humano creer que hay orden allí donde solo existe el caos.
 
En esta novela, no solamente las reglas o el mismísimo pueblo son incomprensibles sino también las relaciones personales, a duras penas sostenidas por cuerpos deformes o mutilados. Es que el pueblo, y acá es donde acaso uno puede tentarse con la alegoría facilona sobre las dictaduras (seculares o religiosas) se propone como meta final anular cualquier clase de deseo: “Todo lo que quieras lo tendrás, pero con dolor, hasta que un día te acostumbrarás a no querer nada”, se dice. No quiero más.
 
Si una de las tradiciones del pueblo es un festejo enloquecido cada vez que alguien estira la pata, nuestro héroe es capaz de convertirse en un muerto sin fiesta. Resignado a que no exista “lo normal” (porque no, no existe: apenas puede hablarse de “lo común”), el lector anhela para el héroe algo del sosiego que la urgencia adolescente le viene negando desde la primavera pasada. Herido por la autoconciencia, se pregunta: “¿Dónde empieza la muerte?”. Y uno, que penosamente fue testigo del monstruoso declive físico de alguien muy querido, corrige: ¿cuándo empieza? ¿Justo antes del suspiro final, el último invierno o el día mismo del nacimiento?
 
Algunas veces, la expulsión del paraíso transmuta en una salida del infierno. El sufrimiento se acaba. El recuerdo que deja la lectura de La muerte y la primavera es perdurable y confuso como los sueños vívidos o las anécdotas muy repetidas. Y si es difícil decir que uno termina contento (porque alegría es, qué sé yo, cuando gana Boca o encuentro que en la heladera quedó una porción de la pizza de anoche), uno llega al final de la novela con cierta tranquilidad de espíritu porque por fin entiende las palabras del héroe y con ellas, muchas cosas: “Lo mismo da vivir que morir si se ha de vivir como me habían hecho vivir”.
 
Final.
 
Y otra vez primavera…