Más de una vez la novela propone una suerte de inventario sonoro. Y en eso también el libro es un dispositivo que dispara memorias pero también percepciones nuevas. El oído se despierta y se maravilla.
La memoria trae lo propio. Hago un pequeño inventario.
El ruido de las cartas cuando la tía Antonia mezclaba antes de repartir. El zapato del tío Héctor rozando el interior del bote en el Paraná. El último sorbo de mate que alguien amado toma en la cocina, de madrugada. La caída de la ficha que durante el siglo pasado debíamos poner en los teléfonos públicos de la calle. El ladrido suave, mordido, apagado, que hace mi perra cuando sueña. El mínimo incendio de la primera calada a un cigarrillo. El bufido manso y silencioso que hay que provocar en un acordeón antes de empezar a tocar. El chasquido de una cuerda de guitarra que se corta y latiguea el aire.
¿Y ustedes? ¿De qué están hechas sus sinfonías?
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Acabo de hacer un brevísimo inventario. Desierto sonoro también habla de eso. De los archivos, del afán de registro, de documentar, de conservar ciertas memorias.
Trabajo en una biblioteca. «Archivo», «catálogo» e «inventario» son parte del vocabulario cotidiano. «Inventario» es una palabra rara. Me hace pensar en «inventar», en traer a la realidad algo que antes no existía. Y sin embargo «inventario» es todo lo contrario. Es un informe detallado de lo que hay. Me pregunto cómo fue desplazándose ese término. Podría hacer un rastreo de la etimología y el uso de esas palabras y su raíz. Pero prefiero pensar que quizás se trata de un misterio y que lo que creemos inventar en realidad ya estaba allí y no habíamos reparado en eso.
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Hay un momento en que la madre en esta familia se pregunta qué es lo que ella y su marido les contarán a sus hijos más adelante. Cómo harán esa mezcla que son los relatos de nuestras vidas. Ella dice que, finalmente, tendrán que «ofrecerles una narrativa».
Quizás es una idea vieja decir que todo es relato. Pero es una idea sólida.
No me refiero a verdad o mentira, a ficción o a fabula. Me refiero a que la estructura que nos da consistencia es una estructura narrativa. ¿Por qué buscaríamos las raíces de algunos traumas en la infancia si no creyéramos en esa matriz?
Somos eso: un misterio que toma forma narrativa.
Leo unas líneas de la página 242: «Las historias son un modo de sustraer el futuro del pasado, la única forma de encontrar la claridad en retrospectiva».
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Si ustedes suman el texto de cada uno de estos mails van a llenar unas once páginas, respetando la tipografía en la que habitualmente escribo.
Pero en mi computadora hay un archivo de Word que se llama «Notas para Desierto sonoro» y que ocupa más de veinte páginas. Ideas, lazos, constelaciones apenas esbozadas. Si tuviera que desarrollarlas esas páginas se transformarían en muchas más. Se los cuento para que puedan calibrar mi entusiasmo.
Cuando la gente de Club Carbono me invitó a escribir estos mails no podía creerlo. Soy parte del club hace tiempo. Mi número de socia es el 968. Hoy somos once mil.
La idea de convocar a invitados me alegró y me angustió. La desazón venía por ya no poder leer a Sebastián Lidijover, alguien a quien admiro profundamente. Pero me daba ilusión leer a otras personas y saber que cada mes habría una voz diferente. Y, sobre todo, la alegría de ser una de esas voces.
Me mandaron una larga lista de libros de dónde podía elegir sobre cuál escribir. No fue una decisión fácil. Pero ahí estaba Desierto sonoro, la novela que durante tanto tiempo había querido leer.
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Quienes trabajamos con libros vivimos en la paradoja de que leemos mucho pero en general nuestras lecturas no surgen necesariamente de una elección propia. Y el tiempo para «nuestras» lecturas se reduce. Cada tanto aparece un libro en el que se borra esa frontera. Un libro como este.
Antes de las veinte páginas en Word escribí una cuarenta y dos páginas a mano en mi cuaderno. Sólo yo sé todo lo que quería decirles y fue quedando en el camino.
No pude hablarles del «mal de archivo», ni de las «entrevistas de temor creíble», ni de los apaches y su resistencia.
No alcancé a contarles del Tren de los huérfanos, de Steven Feld y su trabajo con los bosavi. Ni de las fotos, ni de las siete cajas que viajan en el baúl del auto, ni de los centros de detención, ni de Migración y su maquinaria, ni de los nombres nuevos que se dan los integrantes de esa familia.
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Para mí ha sido un viaje compartir esto con ustedes.
Y pienso que los efectos de lectura de Desierto sonoro se continuaron en este trabajo de buscar cómo contarles por qué creo que es un libro extraordinario.
Siento que la novela sigue trabajando en mí. Transformándome.
No me imagino un destino mejor para un libro que el de impulsar la transformación.
Ojalá haya podido transmitir ese entusiasmo.
Ojalá la lectura les provoque lo mismo que a mí: un temblor profundo que -si pudiéramos oír- definiríamos como «luz».
Gracias.