Flaperas y filósofos #2

Hola, ¿cómo están?
 
Espero que hayan podido arrancar con la lectura de Flaperas y filósofos, y si no es así que este mail les sirva como incentivo. Hoy voy a referirme sobre todo a los dos primeros cuentos de los ocho que tiene el libro, intentando no spoilear.
 
El joven Fitzgerald, un poco como Balzac, tiene una idea titánica y maníaca de la literatura. Escribe sin parar, con un afán de conquista, obsesionado por la necesidad de dinero, que entre otras cosas era lo que le permitiría ser aceptado por alguna de las “socialités” (chicas elegantes) con las que deseaba emparejarse.
 
Después de un fracaso amoroso que lo llevó a anotarse en el ejército con deseo suicida, en 1919 Fitzgerald se encerró en el altillo de la casa de los padres para reescribir un manuscrito que ya había sido rechazado, titulado significativamente Los románticos egoístas, para convertirlo en A este lado del paraíso. Cuando esta versión sí fue aceptada por Scribner, Fitzgerald salió a festejar por las calles, retomó su amor tormentoso con Zelda Sayre (que terminaría con ella encerrada en un hospital psiquiátrico hasta su muerte) y se fue a vivir una vida escandalosa en hoteles de Nueva York. Ya convertido en celebridad tras el éxito arrasador de la novela (que vendió 40.000 ejemplares), Francis publicó Flaperas y filósofos, integrada por cuentos también publicados en 1920.
 
La primera frase de “El pirata de cabotaje” sugiere el final del cuento (“esta historia inverosímil”) y repite tres veces la palabra “azul”, lo que da el tono irónico que es la marca registrada de Fitzgerald. Esa ironía del estilo es también la ironía de la trama: este narrador maníaco y melancólico suele ofrecernos finales irónicamente felices. El cuento es el primero en el que Fitzgerald prueba una idea de trama que será recurrente en sus cuentos: la de una heroína que se ve seducida por una hazaña extraordinaria del protagonista masculino.
 
Muchos de los protagonistas de Fitzgerald están obsesionados por dar el gran golpe, sea este económico o laboral; un poco a la manera de El jugador de Dostoievsky. La inestabilidad de un mundo en transformación se sutura imaginariamente con la idea de un golpe de suerte que blinde al personaje. En esta arqueología de las artes arteras de la seducción, Fitzgerald practica un regodeo cachondo que es también un canto a la vida, pero en su ansiedad de adicto hay algo siempre amenazado, mortuorio.
 
“El palacio de hielo” es uno de los cuentos en los que Fitzgerald presenta a las “flaperas del sur” (ya me detendré un poco la próxima en qué significa “flapera”). Estas mujeres son una mezcla de las mujeres libres del Norte con las “Southern belles”, las buenas chicas de la sociedad sureña. Acá hay algo de historia de Jane Austen: toda historia de amor termina en decepción. Fitzgerald le agrega a esto un relato de viaje: “chica sureña viaja el Norte”. Aunque criado en el Norte, a Fitzgerald le fascinaba ese Sur caballeroso y derrotado, símbolo de las causas perdidas. En ese palacio de hielo aterrador, un espacio por momentos fantástico u onírico (todo buen relato realista ofrece una ventanita hacia la irrealidad), Sally tiene una epifanía que la devuelve al origen.
 
Toda narración de aprendizaje es la historia complicada de cómo un o una joven responden a dos grandes preguntas: a quién voy a amar y de qué voy a vivir. O, para decirlo de otra manera, una historia de aprendizaje es la historia de cómo hacer encajar el deseo y el deber. Como sabemos los adultos, el deseo y el deber nunca terminan de encajar. Lo maravilloso es que Fitzgerald lo sabía a los veinte años y nos lo contó para siempre con dulzura, tristeza y humor.
 
Espero que sigan disfrutando la lectura.
 
¡Nos vemos la próxima!
 
Santiago Llach