Una tarde, hace años, iba por uno de esos pasillos plagados de ecos que suelen ser regla en todas las ferias de libros, aunque en este caso puntual fuera la de Bogotá, atenta solamente a lo que podía encontrar en los stands, más específicamente en los de editoriales locales, esos espacios que para mí suelen ser, sobre todo cuando se trata de un país de América Latina, un yacimiento de hallazgos, de encuentros, de curiosidades, a un punto tal que solo pienso en esas recorridas por los stands cada vez que me invitan a una de esas ferias, cuando de pronto, para mi sorpresa, empecé a prestar atención a lo que alguien decía en una de las mesas de escritores que también suelen ser regla en esos casos. Rarísimo, no me pasa jamás. En parte, por esta fruición por los stands de libros de la que vengo hablando, que suele tomarme los sentidos íntegros; y en otra (gran) parte, porque a las personas que escriben, definitivamente, prefiero leerlas. ¿Qué fue entonces lo que esa tarde me hizo escuchar lo que se decía en esa mesa? Simplemente, el interés que tenía lo que decía alguien ahí, y además el tono en el que lo decía, una modulación en la que se adivinaba el espíritu polemista, menos el del escritor que participa de esas escenografías para sumarse acríticamente al espectáculo que el de quien participa para discutir ideas. Sí, ideas. Las hay en la literatura, aunque a veces todo conspire para que lo olvidemos. En fin, no me quiero ir por tantas derivas. A lo que iba es que así fue, aquella tarde, como entré en contacto por primera vez con la literatura de Juan Cárdenas, con sus hipótesis y sus lecturas, que son muchas e interesantísimas. Y resulta que Volver a comer del árbol de la ciencia es una forma magnífica de comprobarlo.
Les cuento por qué, o más bien de qué va el libro. Se trata de una compilación de doce textos, siete de los cuales tuvieron, según dice una Nota final, versiones previas en catálogos de muestras o en revistas literarias como Letras Libres, de México, o como Dossier, una de las revistas de la Universidad Diego Portales, en Chile. Esos orígenes previos se convierten, durante la lectura, en un dato menor. Quiero decir: al contrario de lo que puede pasar, más bien de lo que suele pasar en tantos volúmenes de textos reunidos, en los que se nota la consigna a la que respondieron originalmente, en los que se nota el encajado a presión, en los que se nota que, a veces por penurias económicas, a veces por pura vanagloria, quienes escribimos aceptamos más trabajos a pedido de los que sería recomendable aceptar, acá hay más bien un rescate de textos que fueron escritos menos atentos a una consigna externa que a una indagación muy personal y sostenida, un rescate que convive muy bien con los otros cinco textos que le dan forma a Volver a comer del árbol de la ciencia.
Como vamos a estar en contacto durante las próximas tres semanas, se me ocurrió reunir esos doce textos en tres líneas, tres secciones digamos, como para poder concentrarme en cada una de ellas en cada uno de los próximos correos. Y si bien uno de los varios rasgos que se van volviendo recurrentes en todos estos textos, recurrentes como quien dice constructores de poética, es el de la hibridación, el de la deliberada indefinición formal, hice esa división en secciones teniendo en cuenta una adscripción de los textos a dos formas clásicas, el cuento y el ensayo, ya veremos por qué. A ese par le agregaré, como tercera sección, una coda dedicada a comentar dos de los textos en los cuales las líneas que sobresalen en esas dos formas, la narrativa del cuento y la argumentativa del ensayo, se entrelazan en una estrategia de hibridación tan potente, tan radical, que dejan a esos textos por fuera de cualquier categoría que conozcamos, y los llevan a ser más bien, si se me permite la paradoja, híbridos puros, formas desclasadas, prosas insumisas, insurrectas, desobedientes como supieron serlo Adán y Eva cuando, contra toda indicación divina, contra toda represalia, se mandaron nomás a comer del árbol prohibido de la ciencia del bien y del mal.