Hola, ¿ cómo están? Espero que vaya todo bien por ahí.
Me acabo de dar cuenta de algo: estoy cerca de cumplir quince años como periodista freelance. Esto significa, en un sentido concreto y pragmático, que nunca trabajé adentro de ninguna redacción. He pasado meses sin conocerle la cara a mi editor o editora. Esto genera distancia en las relaciones laborales pero también eficiencia y rigurosidad con los textos (que es lo que importa). Cuando no hay caras visibles uno se concentra mejor en las palabras. Mis colaboraciones con los distintos medios, de este modo, se dieron siempre desde un afuera del espacio físico donde se cocinan las noticias pero que a la vez pretendía estar adentro de eso que llaman realidad, eso que puede considerarse los hechos que luego se traducen en oraciones, párrafos, etc.
Al igual que muchas personas que empezaron cuando el siglo XXI estaba gateando y a punto de dar sus primeros pasos, yo ingresé al periodismo cuando la idealización del oficio (tal como había sucedido con la docencia, por ejemplo) estaba entrando en una curva descendente del imaginario social y, francamente, los sueños de progreso y movilidad se estrellaban contra cualquier expectativa de un buen futuro y un sueldo razonable. Caída libre hacia un piso muy duro. Es así como supe desde el comienzo que las redacciones estaban reduciéndose, cerrando, despareciendo. Así que mis primeras experiencias dentro del periodismo fueron desde un no-lugar: el freelancismo como una zona flotante, aleatoria e inestable desde donde interactuar con un oficio (ser periodista) que por momentos parecía perder toda su razón de existir y de a ratos –instantes irremediablemente fugaces– parecía convertirse en lo más necesario para el devenir de un tipo de sociedad donde poder llevar adelante una vida atractiva, estimulante, que aspire a la belleza cotidiana.
Todo esto generó en el periodismo una modificación en la manera de encararlo (menor presupuesto precariza necesariamente los resultados) y vivirlo (nadie se sentía ya parte de ninguna empresa sino de su propia suerte). Y ocurrió algo que respondía a los movimientos, siempre caóticos, de la Historia: los medios dejaron de tener un peso trascendente y, en contrapartida, las firmas de ciertos periodistas lograron un protagonismo que antes se les negaba. Pensar, por ejemplo, en Martín Caparrós, Leila Guerriero, María Moreno, Javier Sinay, Josefina Licitra, y demás nombres y apellidos de ese calibre para comprender a lo que me refiero.
Sin embargo, estamos en el país de Rodolfo Walsh (junto a Enriqueta Muñiz) y Operación Masacre, por supuesto. Lo que significa que hubo nombres que antes cimentaron un camino para que luego podamos transitar el resto: Tomás Eloy Martínez, Enrique Raab, Miguel Ángel Bustos, Haroldo Conti, Jorge Di Paola, Miguel Briante, entre otras personas.
Y ahí, como parte de una generación fundacional que mostró una forma de hacer periodismo en la segunda parte del siglo XX, está la periodista Ana Basualdo, una voz que faltaba ser reconocida en esta constelación (¿una hagiografía?). La salida de su libro El presente (Sigilo), donde se reúnen notas que conjugan 50 años practicando con excelencia el oficio, es una gran noticia porque ayuda a visibilizar varias cuestiones importantísima hacia adentro y fuera del periodismo: una forma de mirar la realidad que fue evolucionando a medida que pasaban los almanaques, una forma de escribir sobre esa realidad específica, una manera de fijar un momento y, sobre todo, una forma de trabajar con el tiempo.
El presente, como material de lectura, sirve como documento y registro, pero también como un recorrido que muestra los cambios culturales y sociales de las últimas décadas en una pluma que cautiva, encanta y seduce desde la humildad y entendiendo que el periodismo es un arma tan noble como cualquier otra cuando está usada de esta manera.