El hechizo del verano #3

La semana pasada mencionábamos la frase del texto inaugural en el que la autora exclama “Qué maravilla, pensé, estar entre humanos y no entender nada”. Es una constatación hermosa y paradojal, que se ha citado en casi todas las reseñas que salieron sobre el libro. Lo interesante es que la extranjería fascina a la autora, pero no la detiene, no se regodea en esa incomprensión, en el rol de observadora externa, si no que decide ir más allá, atravesar el velo del misterio. De hecho, hasta observa a quienes observan. Uno de los textos más graciosos del conjunto es Cosas que dicen los extranjeros de Suecia, donde recopila comentarios de cubanos, alemanes, finlandeses, norteamericanos, brasileños, italianos y por supuesto, argentinos, que atónitos frente a los usos y costumbres suecos dicen cosas como: “Acá no hay cultura del trabajo. Acá las calles están muy limpias. Acá no sé de qué vive la gente”.
Pero de la observación Higa pasa a la acción, es decir, guiada por su curiosidad se arriesga a experimentar más profundamente esta cultura, a meter, digamos, las manos en la masa. Por eso, a lo largo del libro la vemos aprendiendo dos materias fundamentales para la vida en ese lugar: la primera es por supuesto, el idioma, y la segunda, más rara pero no por eso menos importante, el patinaje sobre hielo. Ambas le resultan dificilísimas, no son naturales para ella, se siente torpe, condenada al fracaso, pero insiste con tenacidad, hasta que sus mecanismos secretos se abren para que pueda practicarlos. En el caso del patín parte desde unos videos tutoriales en YouTube –confiesa ser fan del género tutorial, además–, pero luego se lanza, va hasta una pista y pone su cuerpo tembloroso, soportando las caídas.
Engolosinada con estos aprendizajes, emprende otros. Empieza a tejer, y hasta se anota en un curso de arco y flecha. En cada una de estas pruebas, Higa atraviesa diferentes etapas: parte de ideas previas que constata o descarta, un encuentro más o menos conflictivo con el arte en cuestión y la evolución que va teniendo en la materia, que a veces es lenta y silenciosa, y otras sorprendente y veloz. El afán que tiene la narradora por dominar estas artes, se vuelve una especie de miniatura de su propia vida en Estocolmo: una extranjera que para sobrevivir tiene que adaptarse, entender un mundo nuevo, hacerlo de algún modo suyo. Como si con cada disciplina aprendida, estuviera más cerca de dominar también esa ciudad que la embelesa, pero se resiste.
Pero de todos estos aprendizajes, el más sutil, poético y eminentemente sueco, es el de reconocer las diferentes formas que adopta la nieve. Hay una que es suave “como acariciar un caniche”, otra que parece diamantes diminutos que se quedan pegados a la ropa, una odiosa, que cuando se la pisa emite un chirrido, y otra que tiene la consistencia efímera del polvo. Como los esquimales, de los que se dice –una leyenda que sirve a modo de metáfora— que tienen 50 palabras para nombrar la nieve, Higa va encontrando también modos de contarla, describirla y de disfrutarla. “Si tuviera que opinar, diría que la nieve es el fenómeno atmosférico más divertido de todos”, escribe. Algo que no hubiera podido experimentar, si no hubiera partido un día hacia Estocolmo.