Podría mencionarles muchos otros momentos fascinantes de El hechizo del verano. Su investigación casi detectivesca de la desconocida vida que Manuel Puig llevó en Estocolmo, incluidas las cartas que envió a su familia donde la describe. Su romance furibundo con las películas más soleadas de Eric Rohmer, a las que ve como una suerte de antídoto en medio del invierno más cruel. Su razonado fanatismo por Jane Austen a quien defiende a capa y espada ante las críticas que la acusan de falta imaginación (¿qué es la imaginación en todo caso?). Su descubrimiento de Linneo, el más importante naturalista sueco que buscó nombrar todas las plantas del reino terrestre. Cada uno de estas figuras se unen a la constelación que dibuja el libro, sumando un brillo más, un nuevo ingrediente a esta pócima hechizante. También podría recomendarles dos hermosa notas escritas por Hinde Pomeraniec y Alejandra Varela.
Pero más bien querría contar que este verano –la estación que acaba de irse hace poco y ya empezamos a extrañar– estuve en la playa con este libro en el bolso. Fuimos a Ostende con mi hijo de doce años, donde pasamos tardes en la arena, cada uno inmerso en su lectura. Cada tanto, por supuesto, hacíamos una excursión a la orilla del mar donde teníamos largas conversaciones comiendo chipá frente a las olas. Y claro, en algún momento tomábamos valor para hacer el chapuzón, del que volvíamos renovados, con el pelo revuelto, corriendo hasta al refugio de la carpa. Fue en una de estas idas y vueltas que me interceptó una vecina de balneario, poeta ella, que me había visto con el libro entre las manos. Empezamos a hablar. Al rato llegó otra amiga suya, editora de libros infantiles, y a los pocos minutos, se nos unió una última, que también había leído el libro. Dado que estábamos tan absortas en nuestra charla, nuestros hijos se pusieron a jugar y conversar cerca nuestro. Eran cerca de las seis de la tarde, el momento en que el sol empieza a bajar, las sombras se alargan en la arena, al traje de baño se le suma un buzo, o una lona en forma de capa, y las conversaciones se extienden sin ninguna urgencia. Fue un momento de comunión en la playa, al calor del Hechizo del verano. Sentadas en una ronda mientras circulaba morosamente un mate, contábamos nuestras opiniones, nuestra sorpresa ante un libro tan inteligente y al mismo tiempo tan sensible. Íbamos diciendo: es lúcido y a la vez dubitativo. Es simple y a la vez agudo. Es tierno y a la vez perspicaz. Es sobre Estocolmo, pero resulta muy cercano. Trabaja con saber que parece más humano que intelectual. En un momento nos dimos cuenta que ya era casi de noche y nos teníamos que ir a bañar y prepararnos para la cena. Pensé que esa escena de lectura y análisis colectivo y despreocupado, bien podría haber sido una parte más del libro.
Porque ¿qué mejor intercambio de saberes que una conversación de mujeres? Esa es la sensación que queda al finalizar el libro. Como el epígrafe de la polaca Wisława Szymborska con el que Higa precisamente abre su texto: “¿Acaso merecería la pena vivir si no pudiésemos conversar?”