Hay escenas que —vaya uno a saber por qué— quedan grabadas en nuestra cabeza. Ocupan el lugar que podría utilizar un número de teléfono o un recuerdo de la infancia, algún dato que en principio podría ser más útil. Estábamos en el cine, alguno de los de la Av. Santa Fe que ya no existen más. Comienzan a apagarse las luces. Me inclino hacia el costado, donde está sentado mi amigo, y le susurro al oído que en la sala de abajo, exactamente debajo nuestro, estábamos nosotros también, sentados a punto de empezar a ver una película. Fue una cosa de un segundo, un instante en el que ambos compartimos la misma imagen que nos puso la piel de gallina.
Me acordé de esto ahora que leí Criaturas dispersas de Natalia Gelós. No, el libro no tiene absolutamente nada que ver ni con cines, ni con películas, ni con dobles que espejan nuestra vida (tal vez sí tenga que ver con cómo una imagen puede quedar en nuestra cabeza y disparar en algún momento una historia, pero dejemos eso para más adelante). Recordé esta escena porque cuando leía el libro pensé en un museo, con todos sus fósiles, láminas, esqueletos y reproducciones acompañadas de datos; y que debajo de ese museo podía existir otro museo exactamente igual, pero en el que los datos eran substituidos por historias, por palabras que rozan la poesía en su forma de llamar al mundo, por explicaciones que están hechas de una materia más difusa, más sugerente. Que mientras caminamos en uno estamos también caminando en el otro.
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Empezó raro el primer mail. Para compensar, les comparto unas palabras que el editor, Christian Kupchik, puso en su Facebook en febrero, cuando estaba por salir el libro:
En el norte de Nueva Galés del Sur, Australia, una región desértica, se encuentra Cuddie Springs, acaso uno de los reservorios arqueológicos y paleontológicos más importantes del mundo. El sitio está en el centro de lo que fue un antiguo lago, que contenía agua de manera irregular. Entre 1992 y 2009, la Dra. Judith Field de la Universidad de Sydney, excavó en el lugar y encontró un gigantesco yacimiento de huesos de animales extintos y vigentes junto a otros humanos, que datan de 30 a 36 mil años atrás. El sitio es el único en Australia (y quizás, en el planeta) que contiene evidencia tan clara como compleja de la coexistencia pacífica entre la megafauna y nosotros.
A partir de allí la comunidad animal se distanció de la humana (o viceversa), y a pesar de algunos intentos voluntariosos, lo cierto es que las especies se siguen extinguiendo, en buena medida, por influjo de la acción del hombre.
Natalia Gelós tiene una sensibilidad intrínseca por las criaturas (por la naturaleza entera, cabría decir) y resolvió reunirlas en un volumen en el que esa mirada particular se cruza en relatos donde crónicas, esbozos narrativos, una curiosidad sistemática y un trasfondo poético se unen para dar vida en un hibridaje singular a sus Criaturas Dispersas.
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Ya que antes hablé de imágenes: hay algo en Criaturas dispersas que hace pensar en postales. Textos que podrían sostenerse en la mano y que basta con girarlos para sentir que esas evocaciones estaban dirigidas a nosotros.
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Cuando leo los libros para el club voy anotándolos y haciendo marcas. Este es el primer libro en el que además de subrayar el interior del libro subrayé también la contratapa (se me complicó un poco por la textura del papel). Esta frase de Leila Sucari me pareció genial: tiene el coraje de mostrarnos la contradicción y de revelar a la vez el espanto y la belleza que somos.
Nos vemos el domingo en la bandeja de entrada.
Abrazo
Sebastián Lidijover