La muerte y la primavera #2

2. Verano
 
El hedor del estiércol y el olor de las glicinas: la muerte y la primavera. En el pueblo sin nombre ni tiempo, el héroe de catorce años tiene destino de cordero divino: puro sacrificio. Pero antes, el arrojo y la valentía. Es inevitable, en términos mitológicos, que el héroe joven se rebele ante los mandatos estratificados, y más cuando son tan estrambóticos como los del pueblo en que los caballos no se montan sino que se comen y donde los muertos se guardan parados adentro de árboles frondosos pero, aunque algunos intérpretes leyeron en La muerte y la primavera una alegoría del franquismo, reducirla a eso sería injusto: es más etérea que terrenal, o más eterna que secular, una parábola sobre el ciclo vital.
 
Repasemos: la novela póstuma de Mercè Rodoreda sucede en un pueblo donde la naturaleza es impulsiva y una sociedad muy represiva regula la vida con una serie de normas asfixiantes y absurdas (cada año, las casas se pintan de color rosa; un mártir se sumerge en el río y cruza el pueblo por debajo para comprobar que no llegue una inundación fatal; se rinde pleitesía a un viejo que vive sobre la montaña y vigila el pueblo desde las alturas; se protege el caserío contra la amenaza de los caramenos, unos seres que viven del otro lado de la montaña pero que nadie vio…). Tras la muerte del padre, un joven de catorce años seduce a su madrastra y de a poco empieza a rebelarse contra las leyes del lugar…
 
Nuestro héroe está en el verano de la existencia, todo retozar: “Por primera vez me di cuenta de lo que es la fuerza de un chico que va dejando de ser un niño”, dice en un rapto de autoconciencia. Corcel de una naturaleza indomable, la montaña, el río y el bosque lo convocan y la muerte del padre le descubre la presencia de la madrastra. La posee y tienen una hija, y el incesto es menos la realización de un fetiche erótico que la determinación de cumplir con un mandato natural: “Eran flores de todo el año. Cuando una se marchitaba enseguida salía otra nueva de dentro de la que había muerto: la muerta tiraba de la viva, en verano y en invierno, sin parar”.
 
En La muerte y la primavera, los hombres se reúnen alrededor de rituales misteriosos y las mujeres pasan los embarazos con los ojos tapados para que el niño por nacer no se parezca a cualquier otro a quien ellas pudieran clavarle la mirada. Nacidas al ardor de una calentura veraniega, las relaciones sufren el destino de la pena o la desgracia. A los veinte años, Rodoreda fue obligada a casarse con Juan Gurguí, un tío materno catorce años mayor. Debido al parentesco, el matrimonio necesitó una dispensa papal para poder consumarse y de esa unión nació Jordi, él único hijo de la pareja con el que ella siempre se llevó mal. Como territorio textual, la novela sugiere que después del goce insensato de la primavera y el verano, plagados de días que se anuncian eternos y noches calurosas (aunque la claridad pueda resultar intolerable), nos esperan los reversos exactos: Perséfone en una oscuridad de seis meses.
 
Dice nuestro héroe: “A pesar de que la noche me daba miedo, me gustaba más que el día porque con la luz las cosas se veían demasiado y algunas eran demasiado feas”.
 
Si el viejo más viejo del pueblo sin nombre pudo ver, cuando era joven, el inicio de todo, a nuestro héroe le quedan por delante los finales.
 
Próxima estación: otoño.