La muerte y la primavera #3

3. Otoño
 
Para la postal turística, Barcelona es una ciudad del verano permanente, todo clara, caña, pulpo y Barceloneta, una celebración de la potencia vital: la ciudad (re)creada por el urbanismo y el diseño para un acontecimiento mundial (los Juegos Olímpicos de 1992) que después se convierte en destino de hospitalidad y finalmente, de lo contrario: caso testigo de la gentrificación y el turismo desaforado (“Tourists go home”, leo en una pared del barrio de Gracia cuando me siento en la veredita de un bar para empezar a terminar La muerte y la primavera). Para la alegoría literaria, el pueblo de Mercè Rodoreda es el reverso de su Barcelona añorada: un caserío otoñal al que pocos querrían visitar y del que nadie piensa irse porque ni siquiera se supone la posibilidad.
 
No hay ciudades que alberguen veranos eternos u otoños interminables, ni cuerpos que lo resistan: Barcelona es también la ciudad del Cementerio de los Libros Olvidados.
 
En La muerte y la primavera, el pueblo sin nombre funciona como un domo claustrofóbico: sin límites ni geografía precisos, aunque el libro publicado por Club Editor incluye un mapa trazado a mano por Rodoreda, es un lugar donde el miedo se come el deseo. Hay una fuente, montañas, un río taimado, un bosque maldito y otros accidentes naturales y una amenaza ominosa que está del otro lado de las montañas, donde (se supone) viven los caramenos: gentilicio singular para un lugar donde los desventurados que se sumergen en el río terminan con el rostro arrancado por las piedras. La de la novela no es una ciudad expansiva u hospitalaria ni sometida a las reglas urbanísticas o inmobiliarias y, aun en la imprecisión de sus fronteras, funciona como un barrio cerrado: ¿y si el chiste de La muerte y la primavera, esta fábula sin tiempo, es el mismo de la película La aldea, que no voy a andar espoileando acá para no caerles pesado pero que ya todos conocen?
 
El pueblo exige el arrojo y el sacrificio de sus jóvenes y los padres que quieren gambetear esta colimba hacen pasar a sus hijos por enfermos. Nuestro héroe no es de esos. Tal vez sea demasiado lúcido porque entiende de las cosas del vivir (y por eso esté maldito). Si allí la naturaleza está en modo de exuberancia, y nunca es inocente como tampoco lo era el vergel de Perséfone, en su ciclo de niño a hombre entiende cuál es el fin, pero más que nada el origen, de la angustia existencial: el hombre es una criatura medio de la tierra y medio del aire pero está hecho de agua. Vive aprisionado. En un limbo. “El hombre que vive entre la tierra y el aire y está hecho de agua vive prisionero como el río que tiene tierra debajo y aire encima”, deduce: “El río es como un hombre”.
 
En este caserío sin escuelas ni hospitales, apenas organizado en el reparto de una cuadrícula improvisada, el malestar es endémico: “Un peso sobre el pecho como cuando detrás de las montañas se prepara una tormenta”. ¿Será lo que habrá sentido Rodoreda entre las montañas suizas, esa cárcel superpoblada de chocolates, relojes y secretos bancarios? ¿Qué queda aquí de Barcelona, la ciudad bella como ninguna, acaso tanto que en esa belleza escenográfica anida su maldición? Hacia el final de la estación, el desenlace está cantado: “Fue como si en aquel punto se desencadenase el mal y el mal echase a correr por el pueblo y nadie pudiera pararle la embestida”.
 
“Nos divertimos en primavera / y en invierno nos queremos morir”.
 
Próxima estación: invierno.