Los nadadores nocturnos #1

Recuerdo los talleres de escritura de Gabriela Cabezón Cámara con mucho cariño. Esto es por varios motivos, pero quisiera elegir uno para compartirles hoy.
 
La forma en la que concebía hasta ese momento la escritura se parecía mucho a la imagen del autor ermitaño escribiendo en la soledad de su sótano. Puedo ir más allá: en la autora esforzándose por escapar de las tareas domésticas y construir un cuarto propio en algún rincón de su hogar. Siempre en soledad.
 
El taller de escritura echó por tierra todo esto: hubo una gran revelación: la escritura pasó a ser un acto colectivo, donde los textos circulaban y el saber también. Escribía cada semana con la certeza de que el lunes llevaría mi texto y lo leería en voz alta frente al grupo. Que conversaríamos a partir de ese texto y de los otros textos. Que de ahí surgirían ideas, disparadores, correcciones y mucho más.
Recuerdo llevar conmigo una pequeña libreta verde. Ahí escribí mis primeros textos literarios, es cierto, ahí nació Por qué volvías cada verano. Pero también ahí anoté los primeros consejos prácticos de escritura y eso es lo que más atesoro.
 
Recibí cada consejo como un acto de gran generosidad de parte de Gabriela, sentía que compartir la intimidad de su proceso creativo era como contarnos un secreto al oído. Fueron consejos que allanaron mi camino, que me abrieron paso en la escritura, ante la hoja en blanco, cuando no sabía a dónde correr. Fueron y son consejos que aún hoy resuenan en mí también cuando leo a un autor o a una autora que me desvela y de pronto descubro el por qué. Consejos que recibí y sumé a mi caja de herramientas, como diría Stephen King, compuesta principalmente por mi vocabulario, por las palabras que conozco, que son la materia prima de mi trabajo. Y también por la propia experiencia.
 
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Lo importante es escribir un buen comienzo y un buen final, pero principalmente un buen comienzo. Eso dijo alguna vez Gabriela. Y cada vez que abro un libro y leo las primeras páginas y me siento atrapada en una enredadera de la cual no puedo salir, no puedo moverme hasta no avanzar, hasta no llegar al final, casi sin poder respirar… Es ahí donde digo acá está. Esto es. Lo logró.
 
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El primer párrafo de Los nadadores nocturnos dice más o menos así:
“Nadar con otra persona —en aguas abiertas, de noche, una larga distancia sin detenerse— es como salir a caminar sin el peso, sin la presión de mantener una conversación, de tener que sacar afuera lo que está adentro. Imagínate estar con alguien en una habitación en silencio, la tensión en el aire; el agua es más densa y no podés hablar, no podés dejar de moverte. Vas acompañándote en el esfuerzo, solo ves la silueta del brazo o de la cabeza del otro un segundo, cuando girás la cabeza para respirar, lo suficiente para asegurarte de que no estás solo del todo”.
 
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Si yo tuviera que compartir un consejo, les diría: No se escribe para la familia.

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