Una canción que dure para siempre #2

Esta nueva tanda de cuentos tiene epicentro en plaza Rocha, en 7 y 60. Es un eje muy importante porque a su alrededor se encuentran varias facultades, la radio de la universidad (donde se transmite el programa central a “Noches de radio”) y la biblioteca de la universidad (donde transcurre parte de “Aullidos en la biblioteca pública”), y es la parada obligada en el camino que lleva al Barrio Aeropuerto (donde vive el amigo Terry en “Las palabras escondidas”). Y ya que estamos: junto a la plaza Rocha también quedaba La Enseña de las Tres Ranas, donde trabajó brevemente Clifford Jones (de próxima aparición en este mismo libro).
 
La Plata es una ciudad de universitarios y de oficinistas; yo fui ambas cosas. Ambos necesitaban de la radio para hacer pasar el tiempo mientras hacían lo suyo. Cuando me quedaba a dormir en la casa de mi amigo Bruno, escuchábamos el programa “La venganza será terrible” de Alejandro Dolina que empezaba a la medianoche, a veces hasta quedarnos dormidos en nuestra cama cucheta. Así debían sentirse Ricky, Lucas y Mariana. En un libro de cuentos con tantos finales y comienzos, “Noches de radio” incluye una muerte por primera vez en el libro: esas voces mágicas en el éter. Como esos versos de Leonard Cohen, en los que el público siempre aprovechaba para vitorearlo: “I was born like this, I had no choice, I was born with the gift of the golden voice” (nací así, no pude evitarlo, nací con el don de la voz de oro).
 
Pero también me pasó de estar a la inversa, como columnista en un programa de radio Universidad sobre derechos humanos. A veces íbamos a la terraza del edificio, donde termina el cuento “Aullidos en la biblioteca pública”: desde ahí se ven todos los árboles de Plaza Rocha, en especial los jacarandá que cuando florecen la cubren por completo.
“Las palabras escondidas” es un concepto central del cuento homónimo pero abarca casi todo el libro. Me recuerda a lo que dijo Salinger en una carta: “le falta fuego entre las palabras”. El biógrafo, Kenneth Slawenski, señalaba fascinado: el fuego no está en las palabras sino entre ellas. Más tarde le leí una idea similar a Hayao Miyazaki, en una entrevista con Roger Ebert, dos tipos a los que quiero mucho.
 
Ebert le dice al director: “En vez de que cada movimiento esté dictado por la trama, muchas veces tus personajes se sientan o suspiran o miran un arroyo, no para hacer avanzar la historia sino para dar una idea de tiempo y de lugar y de quiénes son”. Miyazaki señala que en japonés hay una palabra para eso, ma, el vacío. Entonces se pone a aplaudir con lentitud: “El tiempo entre cada aplauso es ma. Si hay acción sin pausa no hay espacio para respirar, es solo frenesí. Pero si te concedés un instante, la tensión de la película va alcanzar una dimensión más profunda”.
 
Está bien: el fuego necesita aire para alimentarse. Featherston, me resulta evidente ahora, es un maestro del ma, de la pausa deliberada. Ya volveremos a Salinger el domingo que viene.