Una canción que dure para siempre #4

Cuando lo conocí a Santiago Featherston, en la feria del libro pasada, el primer comentario fue que él era de Estudiantes y yo de Gimnasia (para exasperación de nuestro editor, que hacía de presentador y el deporte le importa un pingo). Pero esa información baladí es mucho más que deportiva, y no estoy hablando de fútbol acá. La Plata es una ciudad con alma de pueblo, y hay determinadas coordenadas que nos ayudan a ubicarnos fácilmente en torno a los demás. Y es a mi club donde va a parar el jugador de básquet en el antepenúltimo cuento del libro, “Todo empezó con el nombre Clifford Jones”.
 
No sé si el norteamericano existió o no, y no me hace falta googlearlo: ya tengo toda su historia delante de mí. Pero sí sé que existió Jorge Ricardo Muiña, el librero detrás de “Una canción que dure para siempre”, el único cuento con dedicatoria de todo el libro.
 
Esa tarde en la feria en que me presentaron al autor del libro, Santiago me preguntó al pasar si ya había leído el cuento dedicado al Negro. Le dije que todavía no, solo iba medio libro. Se me hizo un nudo en la garganta. Ese mismo día, al regresar a mi casa, me salteé el resto y leí ese cuento encerrado en la pieza, mientras mi mujer charlaba con mis suegros. Cuando salí no me sequé el llanto; en parte porque estaba orgulloso y en parte porque quería que me preguntara qué pasaba (las lágrimas se me secaron sin que eso pasara, por eso les cuento a ustedes).
 
Yo era amigo del Negro, como lo podía ser un chico que no sabe nada de un viejo que se las sabe todas. Me hice amigo porque mi abuela era una de sus clientes fijas y eso me daba una especie de pasaporte honorífico. Su librería, Capítulo II, era extraordinaria. Apenas entrabas había un póster en el techo de El cielo sobre Berlín, mi película favorita. En esa librería conocí a Eric Schierloh y me enteré que no era el único fanático de Bob Dylan en el país (como diría Patrick en uno de los cuentos anteriores: “Ah, a ti realmente te gusta Dylan”). Era poco más que un pasillo, pero qué mundos abría.
 
Todo lo que dice el cuento era cierto: el Negro me regalaba libros y a veces era renuente a venderlos. En la parte de atrás, el estante detrás del mostrador estaba coronado por la gruesísima primera edición de Los Sorias de Laiseca, que en ese momento costaba la enorme fortuna de cien pesos (mi sueldo entonces era de seiscientos), hoy inconseguible por menos de un riñón. Un día me animé a preguntarle al Negro si podía ver el libro de cerca, y me dijo que mejor no, a ver si se desplomaba el techo: la novela estaba bien encajada entre el estante y la viga. Por eso me hace reír que Santiago lo haga citar a medias el título de mi relato favorito de Salinger: “Levantad, carpinteros, la viga del tejado”. No sé si lo levanta, pero sí sé qué cosa lo sostiene en alto.
 
Los libreros de Capítulo II mencionados en el cuento se fueron disgregando. Uno, al que yo más quería, se fue a trabajar a Libros Lenzi, la “vieja librería de usados de diagonal 77” en donde el protagonista se despide simbólicamente de Muriel Leroi. Poco antes de morir mi abuela estaba cruzando el patio de la escuela para votar y de pronto alguien la llama: “¡Señora Elsa!”. Era nuestro librero de hacía quince, veinte años ya.
 
Termino de leer este libro y se me viene el pasado encima. En el último cuento, “Un corazón de verdad”, el narrador describe esa zona inmediatamente anterior a La Plata que es donde yo me crié: esa Mesopotamia entre el camino Centenario y el Belgrano, en City Bell. Luego describe un puente de hierro (les puedo decir cuál es: el puente Venecia, sobre el arroyo Rodríguez, yendo por el Belgrano entre 481 y 482) y al doblar hacia el sur nos internamos en el barrio Nirvana. Y siguiendo el arroyo está la glorieta, también llamada pérgola, que antes fue un embarcadero, “hermosa y maldita como un corazón de verdad”.
 
El barrio y la glorieta fue la creación de Rodolfo Moreno, gobernador de la provincia de Buenos Aires a comienzos del cuarenta, que antes de estallar la guerra había sido embajador en Japón. Al volver quiso construir una quinta de estilo japonés y por eso le puso ese nombre: Nirvana, el estado que según el budismo es posible adquirir al lograr desaprender la realidad fenoménica que engaña los sentidos. Lo pienso una y otra en vez en relación al libro: “Alguien me acababa de revelar algo que yo no terminaba de entender, pero que ya sentía”, escribe Santiago Featherston. Como en los primeros cuentos, la tímida iluminación surge de un encuentro demasiado breve, casi fortuito, con un personaje que nos permite vernos desde afuera. ¿Dónde? En la derruida pagoda del barrio Nirvana. A Salinger, viejo orientalista, le habría despertado una sonrisa.
 
No traten de ingresar al barrio Nirvana por Google Street View: esa parte no está fotografiada. Como decía Melville en Moby Dick: “No está en ningún mapa; los verdaderos lugares nunca están”.