Hoy escribe: Lisandro Carcavallo
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Ricardo Iorio tira una frase en el documental que es una ventana a mi adolescencia y supongo que también a la de muchos de mis pares cuando afirma que “algunos tenían para pagar un club, nosotros no teníamos donde ir y Cemento era el lugar donde te encontrabas con los tuyos”.
Aquello que nos hace sujetos culturales es la trama de significación que nos atraviesa y en ese tejido, créanme, Cemento es central.
No puedo decir que sé con certeza cómo es la noche de hoy, pero sí sé cómo fue para aquellos que crecimos hijos del 2001. Desocupación, indigencia, Patacones, Lecop, cien presidentes en una semana y el saco de los sueños del pueblo repleto de agujeros.
Salía a la calle con cincuenta centavos, promedio. Una moneda. Media birra. Casi un atado de diez. Nuestra red social era la esquina. La Guía T nuestro Google Maps. El 60 era Dios. El algoritmo eran las calles que no conocíamos para llegar a algún antro que tampoco conocíamos. Tu amigo coleccionista de discos, el que tenía la fortuna de poder pagarlos pero que también curtía Parque Rivadavia, era Spotify.
No puedo ni quiero afirmar que todo tiempo pasado fue mejor, jamás lo haría, pero sí decir que extraño el romanticismo de la búsqueda, de ir tras lo desconocido, de moverse para encontrar. No niego que me seduce y disfruto tipear en el buscador y ver a Metallica tocando en la Antártida, pero también siento algo de parasitismo, de abuso de comodidad, una persistente dejadez dada por la constante de facilidad que nos rodea.
Stuart Hall alega que la identidad es una conversación que nunca termina y en este sentido reconozco que si algo le agradezco a Cemento, es el haberme proporcionado mil temas de conversación.
La música popular no representa valores, los encarna, se pega a la piel como la remera empapada al salir de Cemento a las cinco de la mañana después del festival más increíble de tu vida. No cantábamos porque nos gustaba lo sonoro únicamente, cantábamos porque había un ideal compartido, una reafirmación constante de los valores de la juventud en cada paso a un nuevo recital. Los shows no tenían marcas, ni slogans, tampoco había food trucks y pulseritas. Lo que había, eran sobradas ganas de gritar, saltar y soltar toda la mierda en una comunión vertiginosa de puños en alto. Pogo, mosh y slam como canto de batalla. Y esto sucedía así porque ante una realidad socavada por la desigualdad y la miseria los jóvenes encontrábamos en lugares como Cemento el oasis necesario que nos habilitaba a seguir avanzando, y a seguir creyendo que podíamos ser mejores.