La vida después #2

2. Un hombre vacío de toda sensación
 
“Por aquella época, digamos en 1972, mi abuelo, Robert Antrim, ya había muerto, y mi tío más o menos había abandonado cualquier sueño de tener una vida en algún lado que no fuera la casa de su madre. El alcoholismo de mi propia madre había alcanzado una dimensión suicida directamente dramática, operística, y ella y mi padre –casados, divorciados y luego casados de nuevo entre sí– se hacían la guerra noche tras noche.” Hay un verso muy conocido de Fabián Casas que dice: “Todo lo que se pudre forma una familia.” Y tiene una gran verdad. La narración de la familia es siempre una narración sombría, dolorosa, absurda. Por eso también es célebre el comienzo de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su modo». Antrim se ocupa de contar sin meticulosidad, como si divagara un poco, con cierta delectación, aquella infelicidad, hasta lograr su nirvana o su defensa, tan triste como liberadora: ser un hombre vacío de toda sensación.
 
3. El avunculado
 
Una de las figuras que descubrió el cada vez más enorme y olvidado Claude Lévi-Strauss para delimitar las Estructuras elementales de parentesco, es la figura del avunculado, es decir, un tío materno, que se repetía en diferentes comunidades tribales, originarias, y que servía como sirve el tío Eldridge al narrador de La vida después: como plan B, como refugio, como escape de toda esa locura que a veces pueden ser los padres. Con el tío Eldridge y su Triumph rojo cereza agujereado en el piso del acompañante, el narrador siendo niño se pasea por la Florida y arma fines de semana que son, como lo explica, “puro deseo”. La vida después también puede leerse como una biografía indirecta de ese tío y de esa figura. Como la biografía, a la vez tierna y oscura, de un personaje secundario y principal a la vez en toda familia.
Edgardo Scott