Abrir la pareja. Qué divertido suena, qué difícil es. El doctor baja en taxi hasta su casa por las avenidas vacías. Siempre le dicen que la ciudad es muy peligrosa, pero a él nunca le ha pasado nada, nunca lo robaron. Es algo común, creo, para ciertos habitantes de ciudades peligrosas. Yo, que vivo cerca de una villa –a unas veinte cuadras– vivo diciéndole a mis visitantes de otros países o provincias que tengan cuidado al moverse por calles que yo recorro con la mayor tranquilidad. Se exagera el peligro. Aunque hay gente que es robada con una frecuencia alarmante, como si tuviesen una vulnerabilidad que los delata. El doctor es de los invisibles. Su impunidad se ve agigantada por ser un rico en una ciudad pobre que la transita con tranquilidad. En la casa, su elegante esposa hace fiestas pero está claro que se aburre o que desespera. A ella no le gusta la ciudad porque no es bonita. “Romanticismo, diría mi esposa, el consuela de las ciudades feas”. Los días pasan lánguidos hasta que los gerentes deciden lanzar el nuevo producto, la droga de la flor, al mercado. ¿Soy un narco?, se pregunta el médico, el científico, y entra en otro de sus trances sobre la frivolidad y la vulgaridad sin darse cuenta que sí, que es un narco. Prefiere pensarse como artista. Diseñador de estados artificiales, lo llama. Pero se engaña. “Ciertas drogas deberían exhibirse en los escaparates de las más prestigiosas galerías de arte. Habría salas dispuestas para contemplar el inocente paseo en bicicleta de Albert Hoffman junto a su criatura alucinada: el ácido lisérgico. Pasillos en los que impresionarse con balancines repletos de cocaína o salvajes plantas de marihuana. En el ala destinada a la ficción, frescos inspirados en los cristales que Walter White cocinaba en su destartalada casa rodante. El juego de luces y sombras resaltando a cada paso a sus creadores”, escribía el crítico Diego Fernández Romeral en su reseña de esta novela. El sexo, entonces. El frío doctor se maravilla por las flores, que se abren con todo su erotismo. También por los animales, Tiembla la razón. Ve a las mujeres 1 y 2 besándose en el bello patio del hospital finca. No pasa mucho tiempo hasta que el experimento finaliza y (spoiler) invita número 4 a unirse en un triángulo con su mujer. Primero la lleva a la inauguración, como provocación quizá, o como dice el título, como ornamento. La esposa, a pesar de una primera reacción ambigua, acepta a Número 4, que nunca tiene nombre. El sexo entre los tres es glorioso. Pero se intuye que para Número 4 no se trata de llenar un vacío, sino de cierta necesidad. Somos buscadores de belleza y también de intensidad, piensa el médico, y el trío funciona como un mecanismo, como las obras de la esposa triste. No es la primera vez que incluyen a una tercera persona en la relación, avisa el médico. Pero se intuye que esta vez es la mejor.
Mariana Enríquez