Esto es un spoiler pero no tanto: hay un lugar terrorífico en el libro de Cárdenas. Se llama “la olla”. Es un lugar de la ciudad donde se compran y venden drogas, y donde los adictos y los transas reinan, algunos desparramados por ahí, los otros encaramados en su peligroso oficio. Ante un faltante, las mujeres se rebelan. Hay robos, saqueos en la olla. Es necesario proteger el laboratorio. Esto es un spoiler pero no tanto si entendieron de qué va el libro: el médico y su mujer estarán a salvo. Número 4 no. Ella viene de otro origen, ella duerme en edificios abandonados, ella es una especie de belleza en la basura, de flor que crece en una cloaca. Las pandillas de adictas, las imagino. Pero cuando pienso en enfermos que he visto por la calle, en Los Angeles, en San Francisco, en Barcelona –la calle en los 90 era Escudellers, ahora es una calle como tantas del Raval, en aquellos años había que casi pisotear a los yonquis, mi mejor amiga vivía ahí– los que merodean a veces cerca de mi casa o los alrededores del cementerio de Flores, a todos los pienso y los recuerdo notablemente pasivos y tranquilos. Uno nunca sabe, me decía en Los Angeles –en pleno centro, cerca del Barrio Chino– cuándo uno de estos chicos que andan con tablas de skate sin ruedas para pegar, para defenderse de quien quiera usurparle su colchón o sacarle las mochilas con las pocas pertenencias y, sobre todo, la droga, puede ponerse violento y atacar. Nunca los vi reaccionar, sin embargo. Siempre los veo nerviosos, eso si, pero tirados sobre un colchón sucio, los dedos quemados, la expresión en los ojos de muerte y desdicha. Depende la droga, dicen, alguna los pone muy violentos y puede ser, he visto chicos con ojos desencajados vagando cerca de mi ex lugar de trabajo en Constitución, durmiendo en un auto, con cuchillos en la mano, desesperados. Como al doctor, nunca me hicieron nada. Nunca estuve en ningún lugar parecido a una “olla”. Una sola vez, a los 20 años, fui a comprar cocaína con mi novio de entonces en su auto, que andaba peor que mal. Por supuesto, se nos quedó en el barrio, al que le decían La Favela. Sin embargo, nos ayudaron a empujar la chatarra esa y después se largó una lluvia bíblica, un temporal tropical que nos hubiese dejado varados en las calles de tierra al menos hasta el día siguiente. No tuve miedo. A esa edad no se tiene miedo. Ahora hace mucho que no me drogo y apenas llegué a las drogas de diseño, las que producen los paraísos artificiales, las que pergeñan sibaritas y también insensibles que sólo quieren vender y matar, que sólo quieren asegurar la dependencia total del cliente hasta la muerte. Más gente murió de sobredosis que de covid en Estados Unidos leí en algún lado. No sé si es cierto. Si se que esa droga que usan, que calma el dolor, es el terror. No sentir dolor es perder el alerta. El estado de placer continuo es imposible. El doctor de Ornamento sueña con jardines y con búhos. Se preocupa por los perros y por los monos araña que custodian su laboratorio. Creo que nunca sometería a los animales a sus experimentos. También sueña con Número 4, que ya no está. La escucha reír.
Mariana Enríquez