Dublineses #2

Leí Dublineses tres veces, una cada 10 años. La primera fue en inglés, en una de esas ediciones baratas de Penguin, en su serie Popular Classics. La segunda, en la traducción de Guillermo Cabrera Infante, en una edición de Alianza, de 1991 (creo que la edición original es de 1972). La tercera en estos días, en las Ediciones Godot, traducido por Edgardo Scott, que también es un buen escritor. Cabrera Infante es un nombre importante en la literatura latinoamericana, es alguien muy “joyceano” -si se me permite usar ese adjetivo- y, además, su traducción ocupa un lugar de referencia. Volviendo a «Los muertos», me gusta mucho cómo resuelve el primer párrafo, por dar solo un ejemplo: “Lily, the caretake’s daugther, was literally run off her feet”, “Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos”. Sin embargo, cuando me enteré que Godot había encargado una nueva traducción, me alegré mucho. ¿Porqué? Porque cada nueva traducción de un clásico, de un gran libro (o incluso también de un libro menor) actualiza la lengua. La lengua de llegada, en este caso, el castellano. La traducción es un deíctico, señala un aquí y un ahora, un horizonte del estado de la lengua en un momento y un sitio dado: la Buenos Aires de 2021, fecha de publicación del libro. Por lo tanto, una nueva traducción de un clásico, de un libro ya previamente traducido, conlleva una dimensión política o, dicho en otros términos, expresa una política de la lengua: sacude la modorra de la lengua establecida, del castellano anodino con que se escriben muchas, muchas novelas contemporáneas, para hacerle decir otra cosa, inventar un Joyce nuestro. Si no me creen, veamos también el primer párrafo de «Los muertos» en la versión de Scott, igualmente buena, y que además nos toca de cerca a nosotros, que lo leemos ahora y acá: “Lily, la hija del encargado, estaba literalmente a las corridas”.