Dublineses está compuesto por 15 cuentos, entre ellos varios de los mejores escritos en inglés en el siglo XX, en los que, obviamente, Dublín aparece como telón de fondo de casi todos ellos. Comparados con los libros posteriores de Joyce, los cuentos parecen más convencionales, más atados a cierta tradición realista, incluso levemente naturalista. Y tal vez sea verdad: leyendo Dublineses estamos lejos de imaginar que, apenas siete u ocho años después, Joyce iba a dar Ulises, o muchos menos aún Finnegans Wake, publicada en 1939, cuya escritura demoró 17 años. Pero, ¿Por qué estos cuentos deberían ya contener algo de lo que Joyce escribiría después? Me parece un error suponer que los libros anteriores de esos escritores que en la madurez alcanzan una obra maestra (Proust con En busca del tiempo perdido, Joyce con Ulises, etc.) deben ser leídos como etapas preparatorias para llegar a esa cima. No, no son así las cosas: Dublineses es un gran libro de cuentos que bien puede leerse autónomamente, con independencia de lo que Joyce escribió después.
Además de «Los muertos», varios otros relatos son extraordinarios, empezando por «Las hermanas», el que abre el libro (como en John Huston, aquí también lo mejor está al principio y al final). Publicado originalmente en 1904 en una revista poco conocida o, mejor dicho, no siempre vinculada a la literatura (The Irish Homestead Journal, que, por supuesto, después de Joyce se volvió archi mencionada, como yo mismo lo estoy haciendo ahora) el relato está narrado desde el punto de vista de un niño y de su relación con un sacerdote. El lugar de la Iglesia católica, los recuerdos, la enfermedad, y hasta el tabaco, funcionan como marco para que Joyce exprese un pensamiento profundo sobre un territorio que después de él, viniendo de William B. Yeats y llegando a Beckett, se volvería mítico para la literatura: Irlanda (y dentro de Irlanda, Dublín, por supuesto). Borges no fue ajeno a este influjo: lean El escritor argentino y la tradición, y verán el lugar que le da a Irlanda, en relación con nosotros, con la literatura argentina (que para Borges, en su megalomanía, era sinónimo de sí mismo).
Permítanme también reparar en otro cuento, tal vez menos mencionado habitualmente, pero que es uno de mis favoritos: «Arabia». Aquí nuevamente se trata de un niño (no deja de ser impresionante como Joyce, el vanguardista, el pornógrafo epistolar, narra con una dulzura única a los niños) un niño, digo, que cae enamorado de la hermana de un amigo, y de un regalo imposible que desea hacerle, ambientado en una feria que da nombre al cuento. «Arabia» es un maravilloso relato del descubrimiento del amor, del amor adolescente, y también de los recuerdos de ese amor ya en la edad adulta porque, hábilmente, esa es la edad que Joyce le otorga al narrador. Como si en Dublineses el amor fuera eso, el recuerdo de un suspiro de adolescencia.