Por Elisabeth Möhle.
Además de movernos por nuestras ciudades y utilizar energía, otra actividad diaria de los humanos es la alimentación. Si antes la preocupación principal era por la forma de garantizar la producción suficiente de alimentos para alimentarnos a todos, hoy -siendo unas 8 mil millones de personas en el mundo- la pregunta viró hacia qué es lo que comemos y de qué forma lo producimos para reducir el impacto sobre nuestro planeta y no poner en riesgo nuestra supervivencia en él.
De este desafío de qué comer para salvar nuestro planeta va el capítulo sobre alimentación que escribió Ezequiel Arrieta.
¿Dónde se producen nuestros alimentos?
El autor tira un par de datos fascinantes: dice que paradas una al lado de la otra todas las personas del mundo tan solo ocuparíamos una superficie como la de la ciudad de Nueva York. Sin embargo, para producir nuestros alimentos estamos ocupando la mitad de la superficie habitable de nuestro planeta, para tener una idea, más o menos todo el continente americano.
¿Qué se produce?
De ese total que decíamos arriba, el 70% se usa para pastoreo de animales, mientras que solo el 30% son utilizadas para cultivo. Y de ese 30% más de la mitad se destina a alimentos que son consumidos directamente por humanos como cereales, vegetales y frutas, en tanto en el resto se cultivan alimentos para animales (como soja y maíz).
Es decir, aproximadamente ¾ de la superficie de la Tierra que usamos para producir alimentos se destina directa o indirectamente para proteína animal.
Y a futuro podemos ver dos tendencias diferentes respecto de su consumo. Por un lado, en los países que aún están en proceso de desarrollo y una fuerte reducción de la pobreza, la demanda por proteína animal va en aumento. Por el otro, en los países más ricos y particularmente en las zonas urbanas y las clases más pudientes hay una preocupación creciente por el impacto ambiental y el bienestar animal, lo cual lleva a la aparición de cada vez más oferta de alimentación vegana.
En Argentina tenemos una rel ación particular con la carne vacuna. Con un promedio per cápita de 48 kg anuales somos el país del mundo que más carne por persona consume. Y está claro que ahí son muchas cosas las que se juegan, cultura, tradición, formas de compartir y celebrar.
Sin embargo, como se explica en el libro, la carne vacuna es la de mayor impacto ambiental y -si es que queremos seguir teniendo planeta en que vivir- también tiene que ser posible discutir, repensar y reconfigurar este hábito tan sagrado. La solución no tiene que ser que nadie nunca más coma carne, pero sí habilitar la pregunta alrededor de esta cuestión tan sagrada.
Además, esta característica colectiva de la comida, por un lado hace difícil el cambio, pero a la vez desencadena rápido. Pensemos nomás en la cantidad de productos vegetarianos y veganos en las góndolas, los chefs de renombre que se sumaron a la movida, la inclusión en las cartas más tradicionales de opciones sin carne y la apertura acelerada de locales con esta onda por los diferentes barrios de la ciudad. Algo está pasando ahí.
Para tener una idea aproximada del impacto de nuestra dieta sobre el planeta, esta calculadora de la huella ambiental de los alimentos está muy divertida. Me gusta pensarlo como las cábalas en el mundial. El resultado no depende de nosotros, sino de las decisiones de producción, las políticas públicas y lo que haga el resto de los miles de millones de humanos. Pero cada uno puede aportar su grano de arena en términos individuales cada vez que elige una opción sin carne y un desencadenante más a un proceso colectivo de transición hacia una forma más saludable y sostenible de habitar nuestro planeta.
Y con esto me despido, gracias por recibirme y compartir estos cuatro domingos.
Hasta siempre,
Eli.