Por Eugenia Almeida.
Tengo que decirlo enseguida: Desierto sonoro es uno de los libros que más me ha gustado en los últimos años.
Una novela pero también un diario de viaje, un libro de música, un tratado sobre la búsqueda y la ausencia, un catálogo de miniaturas, una recolección de gestos efímeros, un silencio que suena en círculos, un álbum de fotos que se deshace, una canción.
Podría seguir esta enumeración por horas.
Desierto sonoro es uno de esos libros que te hacen pensar en un organismo, en algo vivo que muta, cambia, se mueve y nos afecta.
Podría decirles que la novela empieza con una familia de cuatro que hacen un viaje en auto. Han salido de Nueva York y van hacia Arizona. Una mujer, un hombre, un niño, una niña.
Podría decirles que los adultos se dedican a crear paisajes sonoros. Que han estado trabajando en Nueva York grabando las voces que suenan en esa ciudad para hacer una recopilación de lenguas.
Podría decirles que a la historia de esa familia se suma la de siete niños migrantes que tratan de llegar a los Estados Unidos trepados en el techo de un tren al que todos llaman «La Bestia».
Esto que digo es cierto.
Pero mientras escribo me doy cuenta de que aun así no logro acercarme al hueso del libro. Y vuelvo sobre los efectos. Lo que Desierto sonoro puede hacer en quién lo lee. Algo, al interior, se sacude levemente. Un temblor que no termina de aflorar pero que sentimos ahí, en la base de lo que somos.
Hay latigazos de poesía.
En la primera página, al describir una escena del viaje en auto -los grandes adelante, los chicos en el asiento de atrás- la narradora dice: «Un avión sobrevuela y deja una cicatriz blanca en el paladar azul del mediodía».
No logro desprenderme de esa frase.
«Una cicatriz blanca en el paladar azul del mediodía»
A veces pasa: leemos un libro que nos gusta muchísimo pero estamos obligados a hacer pausas justamente por el impacto que provoca lo escrito. Detenerse, apoyar el libro sobre la mesa o sobre el pecho, poner la vista en un punto lejano.
Hace un tiempo me recomendaron un pequeño ejercicio para descansar la vista. Poner los ojos en la lejanía. Asomarme a la ventana y buscar lo que estuviera a mayor distancia. Mirarlo por unos minutos. Después, volver a leer.
Es una buena técnica. Funciona.
Cada vez que lo hago pienso en Bruce Chatwin. ¿Conocen la historia?
Chatwin -uno de los grandes escritores viajeros del siglo XX- trabajaba como experto en la casa de subastas Sotheby’s. Sus ojos estaban entregados al detalle, dedicados a reconocer texturas, pigmentos, mínimos signos que permitieran reconocer, autenticar y tasar obras de arte.
Un día los ojos empezaron a fallar. Hizo una consulta médica y la indicación fue precisa: hay que cuidarse de dejar la mirada siempre apoyada en lo cercano. Hay que buscar puntos de fuga, espacios abiertos, distancia. Que el ojo vaya y venga recorriendo el territorio y explorando la profundidad.
Dicen que Chatwin volvió a su casa, preparó un bolso y se fue de viaje. Comenzó a tomar notas. Con los años irían llegando libros extraordinarios.
En 2019 el director alemán Werner Herzog filmó la película «Nómade: tras los pasos de Bruce Chatwin». El documental trata de reconstruir algo de los viajes de Chatwin, algo de sus búsquedas.
En el tráiler se dice que algunos pueblos nativos de Australia tienen la «noción de que toda la tierra está cubierta de canciones».
En ese punto, enlaza con «Desierto Sonoro». En la novela de Valeria Luiselli también está esa idea de un cierto cantar del mundo. Cae sobre nosotros, surge de nosotros.
Pero no es el único punto de encuentro. En el tráiler también se mencionan los viajes de Chatwin a la Patagonia y se muestran pinturas rupestres de unas manos. La voz en off dice: «las manos de este pueblo desaparecido hace años son las huellas directas de su presencia».
Lo que está ausente, lo que está presente.
Ese es el vaivén de la novela de Luiselli. Mientras la leía no podía dejar de pensar en una frase de la filósofa francesa Simone Weil. Algo así como que los muertos tienen una nueva forma de aparecer: su ausencia.
No es una cita textual. No encuentro dónde la anoté. Reviso cuadernos durante horas, sin suerte.
Me quedo pensando que lo que permanece de nuestras lecturas nunca es lo que estaba ahí, en el papel, sino una extraña mezcla que se hace por dentro, en cada uno de nosotros.
Pienso en el eco, un elemento nodal en la novela de Luiselli. Creo que el efecto más potente de esta lectura es haber creado en mí una suerte de ramificación donde todo -o casi todo- lo que veo me lleva de regreso a ese auto donde viaja esa familia. A una historia que permanece en mí, con su desplazarse, con sus ecos, con sus archivos, con su memoria, con sus sonidos, con el paso adelante y paso atrás de nuestra presencia y nuestras ausencias.
Si quieren ver más, aquí les dejo el tráiler de la película de Herzog sobre Chatwin.
Hasta la semana que viene.