En esta historia el desierto es un personaje más. No. No es eso.
La distancia es un personaje. El espacio o el tiempo entre una cosa y otra. El trayecto que debe recorrer el sonido para llegar a nuestros oídos.
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Cada vez que en la novela se habla de los paisajes sonoros y de los sonidos que no advertimos pienso en John Cage.
El compositor estadounidense alguna vez contó que en 1951 visitó la cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Se trata de un habitáculo que está absolutamente aislado de toda onda sonora. Se supone que allí sólo puede sonar el silencio, si me permiten la paradoja. Cage dice que -una vez dentro- escuchó dos sonidos: uno agudo y otro grave. Cuando salió de la cámara conversó con uno de los ingenieros que trabajaban allí. Describió lo que había oído. Le ofrecieron una explicación que sacude: el sonido agudo era su propio sistema nervioso.
El sonido grave, su circulación sanguínea.
¿Cuánto volumen tiene el mundo? ¿Hasta que punto nuestra propia música se ve ensordecida por el afuera?
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Un año después Cage compuso “4´ 33´´”. Tres movimientos en los que el intérprete debe hacer silencio. Lo único que cambia en escena es que el pianista abre y cierra la tapa del piano cada vez que comienza o termina un movimiento. La duración total: cuatro minutos y treinta tres segundos. Dicen que mucha gente se molestó en el estreno de la pieza, que sentían que les estaban tomando el pelo, que era una burla. Y sin embargo Cage trataba de compartir algo de lo que había descubierto en la cámara anecoica: una música secreta que no solemos oír porque no soportamos el silencio suficiente para que eso surja.
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Las primeras semanas de la pandemia las ciudades se vaciaron. Y apareció un silencio nuevo. Escribo «nuevo» y me digo que no, que no se trata de eso.
Pienso en John Cage y se me ocurre que lo que sonaba en esos días era parte de esa música secreta.
Hubo quien pudo detenerse para descubrir otros matices. Hubo quien entró en pánico. Como especie, creo que la mayoría -pasado el primer impacto- eligió hacer más ruido, aturdirse, disolverse en ese tsunami.
Desierto sonoro es un bálsamo también por eso. Nos empuja a detenernos. Suavemente, como lo haría un maestro zen. Detenernos y escuchar.
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A veces pienso que los paisajes sonoros son como un océano. A diferente profundidad, diferentes especies, diferentes presencias. Me gusta ver documentales que muestran animales que viven en la profundidad. Peces monstruosos que me asustan y me fascinan. Algunos llevan su propia luz. Se han ido adaptando para vivir en condiciones extremas. ¿Cómo cambiaría nuestra especie si pudiéramos vivir en el fondo del océano de los sonidos? Si sólo pudiéramos escuchar lo que se esconde en la última capa. En el fondo del fondo del fondo.
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Una vez vi trabajar a un amigo en un documental. Lo que yo escuchaba como un paisaje sonoro él lo deshacía en una consola. O quizás lo estaba construyendo, no lo sé. En este canal: el ruido del río. En ese: el viento. En aquel: voces lejanas.
Me acuerdo de haber pensado que lo que percibimos como unidad es en realidad un tejido, la unión de hilos diferentes que están en relación y en tensión. Como una galaxia. ¿Qué es más importante? ¿Cada uno de los elementos o la relación que se establece entre ellos? ¿Se puede pensar en una cosa sin la otra?
Desierto sonoro es así. Cada elemento tiene sus leyes gravitatorias, todos ellos forman un campo de fuerzas. No importa cuánto esfuerzo haga por explicarlo, no voy a poder transmitir lo que quiero decir. Esta novela es, en realidad, una experiencia. Se puede hablar de las experiencias pero para saber realmente qué son hay que vivirlas.
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Durante años trabajé en una escuela secundaria. Entre otras materias, me tocaba dar «Comunicación» en tercer año. Me conmovía ver cómo los chicos se entusiasmaban, traían preguntas, proponían desafíos.
Solía contarles la historia de Arno Penzias y Robert Wilson. Pero no empezaba por ahí. Empezaba por hablarles del Big Bang, de una gran explosión que dio origen a todo, de nuestro universo expandiéndose como efecto de esa explosión, de cómo sonaría la música de esos sucesos. Y después cambiaba de tema. Les hablaba de la próxima clase o del acto que teníamos que hacer o de cualquier otra cosa. Y cuando ya se habían distraído les preguntaba si conocían la historia de Arno Penzias y Robert Wilson.
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Mediados de la década del 60, en los Estados Unidos. Dos científicos captan un sonido que no pueden explicar.
Para descubrir el origen de un sonido en general nos guiamos por el volumen. A mayor volumen, más cerca estamos de la fuente.
Pero Arno y Robert descubrieron que el origen de ese sonido no podía detectarse porque parecía venir de todos lados con la misma intensidad. Como si su fuente fuera, justamente, todo.
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Después de mucho trabajo y de consultar con otros colegas Arno y Robert concluyeron que lo que habían encontrado era la radiación de fondo: los ecos del Big Bang. Ese es el tipo de maravilla que me desvela: aún suena -aún atraviesa todo- el eco de la explosión que nos dio origen. Está ahí.
Imagino que si entre ustedes hay gente dedicada a la ciencia deben estar retorciéndose de dolor al ver el modo en que explico esto. Lo hago desde lo poco que sé, como si estuviéramos en un bar compartiendo una charla sobre «cosas que nos deslumbran».
Porque estamos haciendo eso. Hablando de Desierto sonoro y de todo lo que despertó.
Hasta la semana que viene.