La semana pasada había terminado hablando de las conjeturas, de las hipótesis que recorren varios de los textos de Volver a comer del árbol de la ciencia, más que varios, todos diría, porque lo cierto es que hay en todos, independientemente de su formato, un componente ensayístico que subyace en menor o mayor grado. Aun así, en mis intentos de organizar los textos para que podamos detenernos en ellos en nuestros encuentros asincrónicos, encontré tres que responden más claramente que los otros al formato ensayo, y a esos tres voy a referirme hoy. Uno, extraordinario, está dedicado a la práctica de la lectura y a Felisberto Hernández a la vez, como si las dos cosas fueran indiscernibles en la vida de Juan Cárdenas. “Leer a oscuras” se llama este ensayo que, según dice la Nota final, fue leído como conferencia en la cátedra Bolaño de la Universidad Diego Portales de Chile. Recuperando sus inicios como lector, allí Cárdenas cuenta que cuando era niño tenía serios problemas de insomnio y que su madre, médica y a la vez activista contra las farmacéuticas, le preparaba unos brebajes de plantas medicinales que surtían el efecto contrario, y entonces él se pasaba las noches íntegras sin dormir, feliz, bajando libros de las bibliotecas, ejercitándose en eso de leer a oscuras, adentrándose en los poderes desestabilizantes de la paradoja que anidan en ese sintagma, llevando al ojo al límite de sus capacidades, a ese punto en el cual, dice, “uno no puede distinguir lo que ve de lo que imagina”. Y después pasa, piglianamente podríamos decir, a focalizar una escena que, según él, condensa la poética de Felisberto, y es aquella en la cual este, a partir de unas pocas partituras, improvisa en el piano mientras acompaña una proyección de cine mudo, actividad que, como sabemos, fue el trabajo de Felisberto durante más de veinte años. Ahí, en esa escena, sostiene Cárdenas, “está todo” para entender esa poética que supone leer “con el rabillo del ojo”, evitando las exhumaciones del close reading, dejándose llevar por el capricho, por lo azaroso, por lo aparentemente banal o sin sentido, por el deseo. “La retina solo desea lo que no se le ofrece directamente”, conjetura, antes de hacer una diatriba elegante, pausada, contra los excesos de luz, de claridad, contra cualquier lectura frontal y reduccionista. Toda una poética acerca de su modo de lectura también, como vemos.
“A Felisberto”, dice en uno de esos pasajes, “solo podemos leerlo copiando a Felisberto, de soslayo y en penumbra, con un sistema propio de distracciones y revoloteos”. Estas últimas itálicas son mías, y no son más que una manera de llamar la atención sobre este pasaje para relacionarlo con lo que decía la semana pasada acerca de las derivas y las digresiones de su apuesta híbrida. Este ensayo termina polemizando con aquellas voces -a las que él llama “posmodernas”- que sostienen que la narración habría quedado desvalida, o caduca, frente a las alturas y las abstracciones a las que pueden elevarse las artes visuales. Cada vez que esas sirenas lo provocan, dice Cárdenas sobre el final, él invoca a Felisberto para mantenerse firme en su vindicación de la escritura, de la narración, invoca a Felisberto porque fue gracias a él que entendió cabalmente hasta qué punto es cierto aquello de que el relato nunca cuenta una historia, nunca se cierra sobre sí mismo para transmitir un contenido determinado, sino que más bien se presenta como un vacío central alrededor del cual se desencadenan fuerzas opuestas que van y vienen. Leo esos pasajes y me acuerdo de que este ensayo fue leído en una universidad donde hay un programa de escritura y celebro entonces la postulación doblemente.
Para no extenderme demasiado hoy (también), anuncio simplemente que esa conversación entre los lenguajes de la literatura y de las artes visuales está presente en los otros dos ensayos de esta serie, uno de ellos dedicado a sostener que las obras de la imaginería popular, con su capacidad para operar en modos subliminales, son tanto más potentes que las grandes obras maestras al momento de influenciar nuestra memoria y nuestra identidad; y el otro -me refiero al otro ensayo de esta serie, el tercero-, llamado “Nudos ciegos”, escrito en forma de anotaciones numeradas, escrito con ánimo de intervenir en la “danza de atracción y repulsión” que se genera entre la palabra escrita y las obras visuales, escrito como si fueran anotaciones que por el momento son 41, pero que podrían seguir hasta ser 100 y muchas más, que podrían seguir continuamente, que como de hecho siguen los finales de los buenos libros, que son siempre finales falsos.