Volver a comer del árbol de la ciencia #4

Dejé para el final la referencia a los cuentos que integran Volver a comer del árbol de la ciencia, que son seis, en un intento de que algo de lo que vine comentando hasta acá acerca de la poética de Juan Cárdenas sobrevuele, abra sentidos, desarme reduccionismos al momento de hablar de los textos que, siempre según mi selección, son cuentos. Entre esos textos, hay algunos que se podrían también tomar por crónicas, o por autoficciones, aunque terminar de establecerlo no es lo que realmente interesa acá, sino más bien registrar la existencia de esas adscripciones posibles para ver hasta qué punto contribuyen a generar esa zona de porosidad, de fronteras borrosas que la escritura de Juan Cárdenas propone. 
 
En muchos de esos cuentos hay, además, un contacto con la naturaleza, hay personajes urbanos que hacen una deriva hacia un mundo natural que resulta ser cualquier cosa menos idílico. En “Calibán”, por ejemplo, se narra el ascenso a una montaña ecuatoriana que el narrador emprende con tres personas más en plan rito chamánico, consumo de cactus alucinógeno mediante liderado por el dueño de la casa en la que aquel vive junto con su pareja, más que casa en realidad se trata de un caserón enorme con un jardín que se conecta con un bosque, que se abre desde la domesticación del jardín hacia ese espacio inquietante que es siempre un bosque, una casa en la que además hay un tocadiscos y unas cintas magnetofónicas. En el cuento que abre el libro, “Encomendar el alma”, hay también un paisaje natural que un narrador urbano creía conocer pero que, sin embargo, se va enrareciendo, se va metamorfoseando, y también hay en este cuento, como en tantos de los otros textos reunidos acá, y como en tantas de las novelas de Juan Cárdenas, un narrador que se dispone a caminar como perdido, como entregado, como aturdido. En “Por la trocha” es una narradora mujer la que se interna una noche a lomo de caballo por los cafetales que son suyos, como también cree que esa noche será suyo el empleado campestre que no la deja dormir. Hay además dos cuentos que transcurren lejos de esos paisajes latinoamericanos, que son los más frecuentes en esta serie, y en ambos es fuerte la presencia de una pareja en la vida de quien narra, una pareja que está siempre a punto de desmoronarse: “Viernes y viernes” es el relato destemplado de lo que le ocurre a un narrador en alguna ciudad innombrada del Este europeo cuando sale de la casa de una novia local y continuamente irónica para dejar la bolsa de basura y en cambio se pierde en una escenografía de edificios imponentes, fantasmagóricos, una escenografía a lo De Chirico, digamos, que es también una de las recurrencias en estos relatos; “Una época sin malas noticias” narra, desde el punto de vista de una mujer, el retorno a su casa, en Madrid, después de un extraño día en las afueras, con un foco en la separación que, también acá, se sospecha inminente.
 
Y finalmente hay un cuento, una distopía, “El pájaro”, en el cual otra pareja, en este caso una de seres femeninos con antenas y alvéolos espera, tal vez en vano, muy probablemente en vano, el traslado a otro planeta, porque el que tienen se ha vuelto invivible después de que se propagara una peste letal. Como esa peste se ha propagado a través de los animales, todos, es decir los pocos que quedan, deben morir. Ese pájaro que viene todas las tardes cuando cae el sol y que, posado en un árbol, les habla “con una voz que suena como algo grabado en una cinta muy antigua” también, entonces, debe morir. Los dos seres tratan de encargarse de eso, porque así se los indicó el ente burocrático que las supervisa, pero fracasan. Y la historia sigue, y por supuesto no la cuento, y la historia sigue, y es demoledoramente potente. 
 
Voy a decir solo dos cosas más acerca de este cuento antes de despedirme: una es que, según las notas finales, fue escrito en algún momento entre el año 2012 y 2017, es decir antes de la pandemia reciente que, como todo parece indicar, tuvo un origen zoonótico. La otra, de tinte más autobiográfico, es que, de todos los géneros posibles, de todas las líneas y tradiciones posibles, de todas las épocas y experimentaciones posibles, es justo la ciencia ficción la que me resulta más ajena, la que me deja más indiferente, la que suele dejarme afuera. A la vez, sin duda este texto, “El pájaro”, es mi favorito en la serie de cuentos de Volver a comer del árbol de la ciencia: una instancia más para comprobar hasta qué punto, cuando una narrativa es extraordinaria, las clasificaciones quedan desbordadas, difuminadas.