Momentos estelares de la humanidad #1

El viernes 1 de septiembre de 1939, Stefan Zweig no fue a nadar pero sí fue al registro civil de Londres para averiguar qué trámites debía encarar para volver a casarse. Su nuevo amor era Lotte Altman, antes su secretaria, y después será quien lo acompañe hasta el final, la que se suicidará junto a él en Petrópolis, cuando la desesperación los ahogue en su exilio brasileño. En el momento en que el funcionario le explicaba que no había impedimento alguno para la boda y que tenía un turno disponible para mediados de la semana que viene, un hombre ingresó a la oficina y sin perder la calma, con tono burocrático, con la tensión sólo alojada en sus ojos y sus manos les informó que Alemania acababa de declarar la guerra a Polonia. Un día después, el 2 de septiembre, Zweig, en su diario, elucubra sobre su futuro y cuenta cómo está pendiente de si Gran Bretaña le declara o no la guerra a Alemania. Eso lo iba a afectar a él de manera directa: todos los ciudadanos alemanes residentes en Inglaterra pasarían, de forma automática, a ser considerados enemigos. Y Zweig, como todos los austríacos desde el anexamiento del año anterior, era jurídicamente alemán. Esa angustia no le impidió pensar en su libro-río, ese que ya había publicado, pero al que siempre iba a poder alimentar: sus miniaturas históricas, su Momentos Estelares de la Humanidad. El episodio que quería incorporar era la Operación Pied Piper (Flautista de Hamelin) que en esos días había llevado a cabo el gobierno de Chamberlain: habían evacuado, ante posibles bombardeos, a más de un millón y medio de personas, de los cuáles 850.000 eran niños, al campo o hacia otros países para ponerlos a salvo. Zweig lo consideraba una proeza, repleta de inteligencia, logística y serenidad.
Parafraseemos, entonces, a otro ciudadano del Imperio Austro-Húngaro. La entrada del diario podría haber sido: “1 de septiembre de 1939. Alemania le declara la guerra a Polonia. Por la tarde, pensé en Momentos Estelares de la Humanidad”.
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Momentos estelares de la humanidad es un clásico de la literatura de No Ficción. Son semblanzas históricas de instantes en que la historia tomó otro rumbo, en los que, después de ellos, el mundo no volvió a ser igual.
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Son 14 historias; 14 capítulos que van de Cicerón a Woodrow Wilson; de la caída del Imperio Romano al final de la Primera Guerra Mundial, a esa paz estrangulada. Pasando por Bizancio, la Fiebre del Oro, la desaforada carrera por la conquista del Polo Sur, Dostoievsky, Goethe, Händel, el creador de la Marsellesa y Lenin viajando en tren para empujar la Revolución de Octubre.
Alguien desatento podría decir que no hay nada de especial en el concepto del libro. Eso sólo puede suceder si no se lo leyó. Zweig, como un alquimista, mezcla dosis de semblanza, novela histórica, ensayo. Ejerce toda su potencia literaria para mostrarnos cada historia. Nunca olvida que del otro lado hay un lector. Al que debe informar, hacer pensar y, por supuesto, entretener.
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La del libro es una idea tan buena que resulta irresistible seguir alimentándola a lo largo de la vida. También parece inevitable copiarla.
La idea es muy sencilla de enunciar: encontrar y mostrar esos hechos, esos episodios, el minuto en que el mundo, acaso inadvertidamente, giró y se convirtió en otro. El fin de una era. O el principio de otra.
Sin embargo esa idea es complicada de llevar adelante, de concretar, sin caer en el trazo grueso, el panfleto, el brulote, la hagiografía o la moraleja fácil. Engaña en su sencillez aparente.
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Los momentos estelares podrían ser decenas más. En sus apuntes privados, cada tanto Zweig resalta algún hecho histórico que ingresa dentro de esta categoría; como un recordatorio para él mismo lo anota y lo pone en la fila para ingresar a su libro en una siguiente edición. Pero debe resistir el paso del tiempo, el hecho, aunque pasado, debe demostrarle al autor esa cualidad destellante, ese poder transformador.
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El formato es de esos que permanece siempre abierto, que admite inclusiones mientras el autor esté vivo. Permite también que otros lo adopten (adapten) como propio. En ese sentido hace recordar al Me acuerdo de Joe Brainard, que luego fue retomado por George Perec, Margo Glantz y Martín Kohan entre otros; o a esos poemas abiertos de Mariano Blatt, poemas ríos, poemas que son listados que admiten siempre algunos versos más, poemas que nunca se terminan de escribir. Cuando un autor encuentra un mecanismo de este tipo, no lo deja escapar. Por un lado porque es (muy) difícil dar con algo así; por el otro, es un antídoto contra la inmovilidad, contra el fantasma de la inacción, de la imposibilidad de escribir: siempre puede agregar algún nuevo capítulo a ese libro vitalicio, a ese proyecto que lo va a acompañar toda la vida y se transforma en el conjuro más eficaz contra el temor a la hoja en blanco.