Fat City #3

Siempre me pregunto qué pelea sagrada desata un traductor dentro de su cabeza cada vez que tiene que elegir entre un adjetivo u otro. No podría decir técnicamente cuando una traducción está bien hecha, pero sí cuándo un libro traducido – bien traducido – respira y funciona, cuando no hay una barrera entre el texto y el lector. Traducir es reescribir. Esa reescritura, entre dos textos, no siempre ocurre, entiendo, de una manera armónica. Imagino una pelea, un conflicto, un cruce, aunque sin vencedores.
Por eso es importante que las traducciones se hagan en una lengua cercana a nosotros, a quienes somos como lectores. Nos apropiamos de esas novelas cuando las leemos traducidas a nuestra lengua, y no a una lengua lejana en donde las “habichuelas” enterradas en “pócimas” mágicas hacen crecer árboles hasta el cielo. Una nueva literatura, dice Anthony Burgess, muchas veces nace de la traducción de una literatura anterior. Creo que Nadalini hizo un gran trabajo en interpretar esas voces que aparecen y orquestan los diálogos de Fat City, y esa lengua resulta cercana y certera.
Se podría encasillar a la novela de Leonard Gardner entre la amplia rama de las novelas sociales. Dentro de la literatura norteamericana el género llega hasta nuestros días con los novelones de Richard Price (Lush Life y Clockers, mis favoritas). Y dentro de esa amplia rama, las que tratan un tema sensible para la época de entreguerras: la vida de personas que viajan del campo a la ciudad, los que se quedan en un campo después de una sequía, los que en la ciudad no encuentran una forma de vida. Son personajes crudos, al borde del mercado laboral, a espaldas del Estado, aunque ligeramente romantizados por sus intenciones y sus anhelos de cambio de vida. Cuando leía Fat City pensaba en dos de mis escritores preferidos, Erskine Caldwell (El camino del tabaco es una obra maestra) y John Steinbeck. No sé si Steinbeck tiene lectores actuales, pero me acuerdo que cuando trabajé como librero – durante un tiempo muy breve, porque me echaron – cada vez que me preguntaban “algo para regalarle a alguien que no le gusta leer”, la novela de Steinbeck publicada en 1937, De hombres y de ratones, funcionaba a la perfección.
Esa novela de Steinbeck sobre dos jornaleros que se ven envueltos en una trama semi policial, que se odian y se aman, que están juntos en una relación bastante homo erótica, aliados en el fracaso y en la búsqueda de trabajo, que vagan de campo en campo, en los años de la depresión económica, luego de la caída de la bolsa en 1930, fue la inspiración para que Gardner escribiera sobre su experiencia como trabajador en los campos de nueces, según cuenta en una entrevista con The París Review. Se nota a simple vista la relación entre la novela de Steinbeck con Fat City, que fue escrita casi treinta años después y fue publicada en 1969. Gardner lo que hizo fue transmutar el humanismo de Steinbeck del campo a una ciudad pequeña; la depresión sigue siendo la misma. Acá también hay dos historias que se cruzan y se descruzan; la de Billy Tully que quiere volver a pelear a los 39 años, y la de Ernie Munger, un “pollo” que empieza a dar los primeros golpes en un ring.
La lectura de Fat City no es un cross a la mandíbula, no hay una estetización de la violencia, tampoco rebosa de virilidad, aunque, como señala Mauro Libertella en el prólogo a la edición de Chai, Gardner se pregunta, un poco de rebote, por la naturaleza esquiva de una masculinidad rota ante los parámetros sociales de lo que un hombre debería ser (proveedor, rudo, resuelto, un ganador). Lo que leemos son cuerpos que se van abandonando al alcohol, a las decisiones a destiempo, a las historias del pasado que oprimen. Entre los trabajadores desilusionados y tristes de Steinbeck, y estos hombres rústicos que vagan y mendigan por una segunda oportunidad, parece no haber pasado nada de tiempo. Han quedado encandilados por una luz que brilla opaca cuando el alcohol les enciende algo de esperanza.