En el envío anterior te contaba que con Malena Higashi —o sea, mi esposa— soñamos con tener una biblioteca de madera alta hasta el techo. Agregué: de esas con escalera, como la de Eterna Cadencia o la de Libros del Pasaje. Cuando tal evento ocurra, mis libros desparramados en tres domicilios por fin se unirán en un único lugar. No saben cuánto me emocionaría. Por ejemplo, Los crímenes de Moisés Ville (que publiqué en 2013) tiene 19 páginas de bibliografía: son libros + libros + libros… y están desparramados por ahí, empaquetados en cajas sin ver la luz, sin ser vistos por los ojos de nadie.
En mi parte de esa gran biblioteca anhelada habrá solo no ficción. Kilos y kilos de no ficción, una afirmación rotunda de que necesitamos comprender el mundo que nos rodea con crónicas, memoirs y ensayos. Con Lacrónica, de Martín Caparrós —uno de mis favoritos— custodiándolo todo desde lo más alto. Higashi pondrá al lado el Genji Monogatari o algún otro prodigio japonés. Desayunar cada mañana mirando ese espectáculo de letras suena como un buen plan. Años de vida, por más que haya que salir corriendo al cole demasiado temprano para llevar al Little One.
Detrás de una biblioteca puede haber una historia de amor —o de desamor.
María Kodama y Borges se entrelazaron gracias a los libros y a las lecciones de sajón antiguo. Recorrieron el mundo y Borges escribió sobre esos viajes las crónicas de Atlas —de pronto, inesperadamente, era un Chatwin, un Theroux.
“Nadie diría”, opina Vargas Llosa, “que quien las escribe es un octogenario invidente, porque ellas [las crónicas] transpiran un entusiasmo febril y juvenil por todo aquello que toca y que pisa, y su autor se permite a veces los disfuerzos y gracejerías de un muchachito al que la chica del barrio, de quien estaba prendado, acaba de darle el sí”.
(No todos piensan lo mismo que Vargas Llosa, pero no me quiero ir por las ramas).
Bibliotecas también incluye una historia de amor: “Nuestra biblioteca”, de Jazmina Barrera, la autora mexicana unida al escritor chileno Alejandro Zambra. Se conocieron en la Biblioteca Pública de Nueva York. Él estaba dando una charla y Barrera, que nunca dice nada desde el público porque le da vergüenza, levantó la mano y le preguntó si no extrañaba los libros que había dejado en Chile. “Se lo pregunté porque yo extrañaba mucho los míos”, escribe ella, y es que los había dejado en México.
Zambra le respondió que no.
Zambra le respondió que no.
Pero…
“La primera vez que fue a mi departamento, Alejandro inspeccionó mi pequeña biblioteca y antes de irse concluyó: nos gustan los mismos libros. No es la frase más romántica que me ha dicho, pero sí fue muy importante, porque tener los mismos gustos en libros, a mi parecer, implica muchas cosas: que sentimos empatía con emociones semejantes, que nos importa el sentido del humor y nos reímos con cosas similares, que buscamos algo parecido en el arte y en los libros, que son nuestro quehacer cotidiano.”
Hoy Barrera y Zambra tienen un hijo.
Leer es uno de los juegos favoritos del niño.
También está en Bibliotecas la historia de divorcio de Martín Kohan. “Solo entonces comprendí que, en el trance de la separación, me separaba también de ella: de mi biblioteca”, escribe.
Confiesa que la extraña. Cada tanto la ve de nuevo.
¿Sus bibliotecas tienen o han tenido un lugar en sus historias de amor o de desamor?