Hace seis años salió una novela que se volvió el secreto a voces de la literatura vernácula. Los sorrentinos. En capítulos breves contaba la historia de una familia de italianos afincada en Mar del Plata, donde abrían un restaurante que se convertía en un éxito. El gran mérito de este local, o mejor dicho de su cocinero, Chiche Véspoli, fue haber inventado los sorrentinos. Esta pasta rellena y con forma cilíndrica no era oriunda de Sorrento, como podría pensarse, si no de la ciudad feliz. Era con su agua, un poco salada, y las manos del cocinero estrella del local, que había visto la luz este delicioso plato. La novela no se quedaba, por supuesto, en lo culinario, si no que iba narrando los vínculos entre todas las personas que pululaban por este espacio: los miembros de la familia, hermanos, parejas, hijos, y también de los empleados, amigos, habitués y hasta competidores. Con ojo y delicadeza se iban dibujando las virtudes y debilidades de cada uno. Sus detalles característicos. La novela tenía una mezcla de humor y ternura que producía un flechazo en el lector, casi diría, de forma inevitable. Virginia Higa, su autora, se reveló con ese primer libro como una gran observadora de las costumbres humanas. Quien puede retratar con tanta agudeza una familia, puede retratar el mundo entero. De lo que hablaba, además, eran su propio linaje. El restaurante no era una ficción, sino la Trattoria Napolitana Véspoli, que todavía funciona —y cómo— a unas pocas cuadras de la playa marplatense.
Al libro lo leí, lo presté, me lo devolvieron, lo volví a prestar y esta última persona decidió que iba a prestárselo a otra y así se perdió de mi vista. Puedo decir que en mi casa lo leyeron todos. Recomendar Los sorrentinos, era un éxito asegurado. Las mejores obras circulan así, de mano en mano, de boca en boca. Y algo parecido ocurrió con el nuevo libro de su autora, llamado, auspiciosamente, El hechizo del verano. Salió a fines del año pasado. En la medida en que amigas y amigos lo iban leyendo, me llegaban los comentarios que lo postulaban como digno sucesor. Algo me llamaba la atención. Se trataba de un libro de ensayos. Y el tema, la vida de su autora, Virgina Higa, en Estocolmo. ¿Porque alguien que tuvo un éxito rotundo con un género, novela, en su siguiente proyecto decide hacer algo completamente distinto, como un libro de ensayos? En principio se puede decir que a esta autora no le interesa intentar repetir su fortuna, si no escribir. Y el libro es una clara demostración de esta búsqueda. Dieciocho textos cortos en los que Higa se introduce en el corazón de su perplejidad de argentina en un país tan distinto como Suecia. Así como el libro anterior le sirvió, quizás, para poner una lupa en el lugar de donde venía, este le sirve para ponerla en el lugar en donde está en el presente. Una nota de la autora anuncia, antes de comenzar a leer, que desde el año 2017 vive en Estocolmo con su pareja y que estas crónicas fueron escritas con el telón de fondo de esta experiencia, digamos, sueca. Si el relato de la familia Véspoli daba como resultado la forma novela –ruidosa, cómica, altisonante–, el relato de la vida en Estocolmo engendra estos textos únicos, mezcla de impresionismo y reflexión, pinceladas que dibujan un paisaje helado y un poco misterioso.