En el texto anterior quedaba entre signos de interrogación el género al que pertenecen estos textos. No es que sea una fanática de las clasificaciones, más bien lo contrario. Me interesa observar en estas obras que no se hallan tan claramente ubicadas en ningún terreno, que abrevan un poco en cada lado, cómo forman su particular color. En la contratapa los definen como una personalísima mezcla de crónica y ensayo. La propia autora los nombra como crónicas en la nota preliminar. También podrían pensarse como ensayos personales, a la manera de esa extraordinaria escritora de ensayos, crónicas y memoires que es Vivian Gornik. Es decir, que aquí la autora, Virginia Higa, se utiliza como conejillo de indias para pensar algunas cuestiones. Se piensa a sí misma, al mismo tiempo que piensa todo lo demás. Una extranjera, para ser más precisa, una argentina descendiente de italianos y japonenses, deambula por las calles céntricas de Estocolmo, o toma el subterráneo e intenta aguzar el oído para descifrar esas palabras, ese idioma que parece, al principio, inextricable. “Qué maravilla, pensé, estar entre humanos y no entender nada”. Esto dice Higa en el primer texto del volumen, llamado Sobre la lengua sueca.
Lo que le ocurre con el idioma es hermoso, aprender una lengua de adulto, parece ser para esta autora, volver un poco a la infancia, es decir: estar en estado de descubrimiento. A lo largo de este primer texto, el más largo de todo el volumen, además de detenerse en el sonido de la lengua, en las incómodas y cómicas posiciones que debe hacer con la boca, también reflexiona sobre las palabras suecas que no tienen traducción al español y viceversa. ¿Qué dice de unos y otros esa falta? ¿Qué ocurre entonces con esos sentidos perdidos? Como por ejemplo: en español no tenemos una palabra para denominar esa hora entre naranja y azul, que es el final de la tarde. Diferencias sonoras, semánticas, culturales, pero también cromáticas, temperamentales, olfativas y más, son expuestas por la autora como flores extrañas, como un modo de observar también nuestras rarezas como especie.
Además del idioma, la observación intensa abarca el otro gran fenómeno que la rodea y la fascina por partes iguales, que es el clima. Hay palabras y pensamientos para cada una de las estaciones, y cómo estas modulan la vida en grado extremo: el modo en que en invierno desaparecen de la calle los ancianos, o cómo se viste a los bebés, envueltos en miles de capas, casi como se tratara del juego del paquete. Los colores del otoño y la falta de estrellas en verano. Incluso la existencia de una estación intermedia entre el invierno y la primavera, una estación no oficial. No sé si estas cuestiones hubieran llamado mi atención a priori, antes de leerlas aquí. Pero el modo que tiene Higa de contarlas, de convertir sus hallazgos en perlas preciosas, las vuelve, la más apasionante de las historias. Creo que lo que termina interesando en la escritura de Higa es su modo de ver y compartir sus visiones. Como escribe Gornik: “La buena escritura se caracteriza por dos cosas. Está viva sobre la página y el lector está convencido de que el autor se halla en plena travesía de descubrimiento”.