Treinta y seis metros #3

Lo tormentoso.
Al blandito cualquier lomada le cuesta como la montaña de Sísifo. Y Eduardo, el protagonista de Treinta y seis metros al que le prestan un dos ambientes del ministerio, intuye la tormenta cuando el tema sale en los noticieros y lo llama su jefe para tranquilizarlo aunque provoque el efecto opuesto. “Vos no te preocupes, eh, que está todo bien”, le dice y uno, en su recurrencia con el capocómico, recuerda aquel sketch en que el Señor Gerente le aseguraba a Pérez que había ingresado su solicitud para la subgerencia: “Usted ya la tiene adentro”.
En el prólogo que escribió Sara Mesa me entero de que Santiago Ambao alguna vez se autodefinió como un “analista político-social en pantuflas”. El hábito de lo doméstico acá se pliega sobre lo universal: aun en el silencio del departamentito empieza a tronar el eco del caos mundial. Según Mesa, “aquí, Ambao se revela -lo quiera él o no- como un hijo cercano de Kafka, por su capacidad de comprender que la aparente abstracción de los sistemas políticos se asienta siempre en dimensiones humanas y psicológicas concretas”.
Si es cierto que una pared de durlock es la frontera que tenemos más a mano para separarnos del mundo (o la mampara de la ducha, dado el caso, tras la que chapotea Carla, la esposa de Eduardo, en su rutina higienista), esa misma frontera nos separa tanto del conflicto consorcial como de la crisis mundial. En la España de Treinta y seis metros, la bacteria muta en su voracidad: ahora es capaz de devorar un billete en menos de media hora. Todo se prende fuego. Eduardo, un hombre simple que no está acostumbrado a pensar, se expone al chapuzón de ideas nuevas que le acerca Sandra, su vecina española, que exige el regreso a un mundo de capitalismo productivo, “el único sistema capaz de cimentar una sociedad libre y justa”. Pero él solo quiere sentarse a ver algún documental sobre osos panda o delfines o morsas o hasta cucarachas: no hay matices en el hombre del traje gris.
En mi calidad de presidente de consorcio, siempre en tensión entre las exigencias de los copropietarios y los intereses del edificio, siempre celebro la existencia de un vecino como Eduardo, un funcionario íntegro al día con las expensas y elusivo ante la discusión ligera, o la pelea encarnizada, por la inundación del sótano o la gotera del último piso después de la tormenta. En la abulia de cada reunión de consorcio, mientras el administrador rinde las cuentas del ejercicio, identifico en silencio al Eduardo de esa noche, un tipo sin gracia ni miseria que, como aquel Pérez en eterno anhelo por la subgerencia, espera su oportunidad.
Las fronteras de ultramar del hastío convierten a ese hombre en un terreno insular. “Se sintió abatido”, escribe Ambao: “No limitaba con ninguna otra sensación: parecía una isla. Tal vez sus costas no estuvieran tan lejos del cansancio ni del agobio ni del hartazgo ni de la bronca”. Aun en sordina, la tormenta interior provoca una sensación densa y estridente que deja en la boca un regusto amargo, como el del café tibio que inevitablemente se tira a la pileta.