Los textos que Mattio somete a su tratamiento alquímico de política literaria provienen muchas veces de géneros pulp: la ciencia ficción, el gore, el terror. Philip Dick, China Miéville, series como Years and Years, The Wire y El colapso. (Seguro es mi afición a cierta fantasía la que me sugiere que podría incluírsela en esta lista sin mayores dificultades.) Aparecen también Pecados capitales y su diálogo íntimo con La muerte y la brújula; Stanislaw Lem, Witold Gombrowicz y Joseph Conrad, los tres exiliados de su lengua materna.
Y entre ellos y mezclado con ellos, autores clásicos de la escuela crítica, como Susan Sontag y Fredric Jameson; heterodoxos hoy centrales como Deleuze y Guattari, y arriesgados como Mark Fisher, que destacan en ese campo que Mattio, como antes Michel Löwy y Jack Halberstam, llama marxismo gótico: aquel que pone en el centro de su indagación la pregunta por el hechizo, el fetichismo de la mercancía (la “brujería capitalista” de Isabelle Stengers y Philippe Pignarre podría también comparecer aquí), y que “piensa la realidad social como un campo cargado de pulsiones, deseos, terrores y objetos libidinales”.
El objetivo explícito es poner a prueba la hipótesis según la cual estas tierras raras son “síntomas políticos de una imaginación social colapsada”. No es arduo entrever otro objetivo implícito que consiste en trastocar los modos en que habitualmente leemos para procurar componer otros ensambles entre pasados espectrales que se resisten a retirarse y futuros potenciales que, acaso debido a una melancolía enfermiza, podrían estar entre nosotros pero nos resultan inaudibles.
Este velamiento de lo que habita en potencia en el presente se produce, por ejemplo, a través de ficciones hiperrealistas como la aclamada serie The Wire, en las que se muestra con detalle el mecanismo de las sociedades tecnocapitalistas. En este nuevo noir, dice Mattio, ya no hay lugar para detectives: ni el viejo investigador que utilizaba la razón para develar el enigma ni el más moderno, autodestructivo, que perseguía su caso siguiendo la pista del dinero como principal atizador de la violencia. Ahora la ciudad es una máquina, las piezas son intercambiables, los personajes son funciones: el salto de escala es enemigo de los héroes. Ya no hay lugar –como decía Jameson leyendo a Raymond Chandler— para “una figura que pueda superponerse a la sociedad en su conjunto”.
Su lugar lo ocupa ahora la tecnología, afirma Mattio, el “capital constante”: cámaras de vigilancia, escuchas telefónicas, micrófonos de fibra óptica, celulares descartables. El encanto de estas ficciones, señala, es que muestran la “realidad tal cual es”, indestructiblemente laberíntica y asfixiante. Todo lo que puede salir mal (¿y qué no podría?), sale mal. Y allí hay también un hechizo: el goce de la parálisis, el masoquismo sintomático del “presente permanente”.
Es interesante aquí la apuesta insistente de Mattio por un pensamiento gótico de la emancipación. Lo que se suele llamar la “melancolía de izquierdas” sería la fase diurna, neurótica, de la crisis contemporánea, donde la toma de conciencia de la explotación, el neocolonialismo, la refeudalización de las relaciones sociales es –en ciertas dosis– necesaria aunque insuficiente para abrir las puertas a la cura. Devenida loop podría ser precisamente el obstáculo para ir más allá de esa histérica parálisis de conversión que se manifiesta en la frase atribuida alternativamente a Jameson y a Slavoj Zizek: “es más fácil imaginar el fin del mudo que el fin del capitalismo”.
Mattio aboga por un análisis –un tratamiento– que deje salir a los monstruos, los doppelgänger, los fantasmas, brujos, demonios para que nos ayuden a hacer la tarea nocturna, “el trabajo onírico al servicio de la revolución”.