El breve, irisado libro de ensayos de Juan Mattio lleva como título y como acápite un homenaje al poeta argentino Miguel Ángel Bustos: “Todo caballo lleva // la sombra de un jinete desesperado”, incluido en Visión de los hijos del mal (1967).
Es tentador detenerse en Bustos, porque su vida combatiente y su poesía espiritual –acaso sería justo decir su poesía combatiente y su vida espiritual, pero esa justicia, por el momento, no es de este mundo– encarnan la inmensidad del gesto heterogéneo que, para decirlo con Philip K. Dick, que es una buena manera de ir acercándonos al “paisaje mental” de Mattio, distingue a los vivos de los muertos –quiero decir, a los muertos en vida, esos zombies magnéticos que proliferan en los apocalipsis electrónicos de los últimos años, y que tanto se parecen a nosotros–.
Pero hay pocos caracteres, y en la batalla por la atención tanto el tiempo como el espacio se escapan como relámpagos. Anoten en sus mentes “Miguel Ángel Bustos” y vayamos al poema bajo cuya luz este libro pide ser leído. Empecemos a hacer girar la imagen. El propio Mattio sugiere: “toda hipótesis teórica lleva // la sombra de un autor desesperado”. Lo seguimos: todo libro lleva // la sombra de un lector desesperado. Todo escritor lleva // la sombra de una voz desesperada. ¿De un pensamiento desesperado? Toda literatura lleva // la sombra de una realidad desesperada.
La idea de que la realidad se manifiesta en el arte de una manera no directa sino desviada e inescapable, como dicha en una lengua extranjera, es el supuesto que subyace a todo ejercicio de análisis cultural. Sin embargo, los modos en que ese análisis se realiza son tan mutables como el arte mismo –el análisis cultural, como forma de conocimiento, es también un tipo de arte–.
En el prólogo, Mattio afirma que le gusta pensar que este libro dibuja un “mapa de obsesiones y puntos de quiebre” en su modo de leer. Quizá bosqueje también un particular modo de escribir acerca de eso que lee: un modo que provisoriamente llamaría “bioquímico”. Porque no estamos ante el análisis cultural tradicional –se leen libros, filmes o series como clave hermenéutica para revelar aspectos no del todo evidentes en los procesos políticos, sociales y culturales de ciertos lugar y época— ni tampoco de un diario de lecturas, en el sentido de un texto que organiza los apuntes sobre lo leído, las asociaciones que se trazan, las referencias que se reconocen, las posibilidades que se descubren.
Se parece más a la puesta en ebullición, en decantación, centrifugación, imantación, precipitación siempre experimental de esas lecturas, mezclándolas con materiales relativamente raros para las reglas del arte: las propias vivencias (la muerte de la madre cuando el autor tenía 19 años; sus rituales de escritura; el fantasma de la depresión; la relación con sus hijos; las rutinas domésticas o laborales; la ceremonia, amorosa y feroz, de revisar antiguas fotos, cartas, papeles de sus padres); algunas sugerencias, a veces muy precisas, otras en proceso, de teorías que permiten abordar algún aspecto de lo que se está leyendo; estados de ánimo políticos; restos diurnos. Lo guía la intención de amalgamar todos esos elementos hasta no saber bien “cuando hablo de una cosa y cuándo, de la otra”.
Explosión.