El vestido blanco #2

La figura de la madre, entonces, les decía la semana pasada, es una de las recurrencias en el proyecto Léger, y es aquella misma madre con la que, en el libro anterior, la narradora va comentando la película de Bárbara Loden, aquella misma madre en la que se intuye una desolación interna perfectamente comparable a la de Wanda, la que aparece también acá, en El vestido blanco, aunque, como les adelantaba, en un papel decididamente más central. Es ella la que, apelando a un humor no deliberado, insistirá para que la narradora, escritora contemporánea francesa que aparece absolutamente identificada con Nathalie Léger, desvíe su atención del proyecto que la desvela para enfocarla en su propia historia, en la historia de esa madre humillada y maltratada durante años por su marido, padre de la narradora. Ni loca -palabras más, palabras menos-, le contesta la hija. Ella no está para “protagonizar una tragedia barata en la que hago de vengadora”, dice, y también dice que nada está más lejos de sus preocupaciones que las cuestiones familiares, que lo que busca no va por ahí, que quiere alejarse de ese yugo burgués de papá-mamá que, como bien dijo Gilles Deleuze, aplasta a la sociedad europea. Lo maravilloso es que esto último, por ejemplo, con cita de autoridad incluida, lo argumenta después de una caminata que han hecho juntas por la playa, más específicamente mientras trata de pasarle a su madre por el talón una media que se resiste: una de las tantas instancias en las que El vestido blanco demuestra que la argumentación inteligente no tiene por qué ir acompañada del tono rimbombante tan transitado en tantos lugares. Pero no quiero irme de tema, sigamos con esa madre, con esa discusión. Porque en el fondo de ese tironeo entre madre e hija que atraviesa todo el libro, hay una discusión sobre los alcances del arte, sobre su -tomo las pinzas más largas que encuentro para decir lo que sigue- función. Pero tampoco quiero irme de tema, mejor dicho llegar ya a ese tema. Volvamos a esos encuentros entre madre e hija, dos personajes que pasan juntas unos días en la casa frente al mar en la que también transcurrieron los años de infancia de la narradora, años signados por la infelicidad familiar, por los portazos y los gritos en medio de la noche, por el rechinar de la ira contenida en la mesa, por las distintas formas de la traición. La madre, como dije antes, quiere que la hija abandone el proyecto en el que está trabajando, investigando, para concentrarse más bien en contar su historia, en exponer el maltrato y el abuso a los que fue sometida no solo por su marido sino también por los que creía sus amigos y, sobre todo, por la justicia patriarcal, que se agarra de lo que sea para mantener sus jerarquías intactas. La madre quiere una narración que haga justicia verdadera, que repare esos daños. El tema de la reparación, y de la pregunta por la capacidad del arte para hacer algo al respecto, es otra de las líneas centrales en El vestido blanco, como de hecho lo anuncia ya el epígrafe en forma de diálogo de Imre Kertész: “-Vengo a tratar de reparar esta injusticia” -dijo en voz baja, como para justificarse. -¿Reparar….? ¿Cómo? ¿Con qué?”. La serie de autocuestionamientos implícitos en este epígrafe anticipa también el tono de la narradora hija, un tono que prefiere el tanteo y la conjetura frente a la aserción, un tono que contribuye a darle a este libro una dimensión ensayística ultra potente y bienvenida, una capacidad de dudar, de hipotetizar, una apología de los meandros del pensamiento y de sus diálogos implícitos que contrarresta la sobredosis de certezas vociferantes que preponderan en los tiempos que corren.