¿Y entonces, según lo que vengo diciendo hasta ahora, tenemos que concluir que la madre logra su cometido, que convence a su hija de que cuente su historia? ¿Y tenemos que concluir también que eso hace entrar a El vestido blanco en la categoría de autoficción? Empecemos por contestar que sí, y tengamos bien a mano alguna conjunción adversativa. Sí logra su cometido esa madre, como a esta altura ya seguramente todos saben, y por ende conocemos su historia, y la de su hija, pero -subrayo bien la adversativa- fíjense que no por eso esta última desvía la atención del tema en el que venía pensando, y es precisamente por eso, porque ese tema no queda obturado sino más bien entrando en contacto con la historia de su madre, entrando en diálogo, en conflicto, en resonancia, que esta historia, que este libro que podría haberse quedado encerrado en el corset de la familia burguesa en el que quedan tantas autoficciones, pega un salto, pega miles de saltos mejor dicho y, sin preocuparse por las etiquetas de género, es decir apostando a una hibridez total, cobra esa dimensión ensayística de la que vengo hablando, se abre a la capacidad de irradiar otros sentidos, de conjeturar en otros terrenos que van más allá del específicamente familiar. ¿Y cuál es, entonces, el tema que venía investigando esta narradora? Se trata de Pippa Bacca, la artista italiana que a inicios del 2008 decidió hacer una performance que consistía en viajar a dedo desde Milán, donde vivía, hasta Jerusalén, ciudad mítica y ancestral, siempre enfundada en un único vestido de novia especialmente confeccionado para la ocasión, con capas para ir secando los pies de las parteras que, como parte de su performance, iba lavando cuando se detenía en las distintas ciudades que eran postas de su recorrido, todos lugares unidos no solo por una geografía sino también por el hecho de haber sido epicentros de guerras recientes. De esa manera, según algunas fuentes que Léger va rastreando con tanta curiosidad como cautela, la performance se proponía contrarrestar la violencia, esparcir una estela de amor a lo largo de su recorrido. Claramente hay algo del orden de la reparación de la que les hablaba la semana pasada funcionando ahí también. “Sería un error decir que fueron los buenos sentimientos de Pippa los que hicieron que su historia me atrajera tanto”, dice Léger no muy lejos del inicio-, “lo que en realidad me interesa no son sus intenciones, ni la grandeza de su proyecto, ni su candor, ni su gracia, ni su estupidez, sino el hecho de haber querido reparar algo desproporcionado con su viaje y no haberlo logrado”. Léger consigna algunas de las críticas que desde un inicio tuvo un proyecto así, críticas a las que Nathalie agrega sus propias sospechas, sus intrigas, una cierta incomodidad. ¿Qué late bajo esa obra que en principio parece más que nada un exceso de candidez, una militancia juvenil, el gesto extravagante de una artista de la alta burguesía milanesa? ¿Por qué entonces tiene tal capacidad de interpelación? Para ir ensayando respuestas a esas preguntas, la narradora va intercalando voces de otros, va haciendo un recorrido por obras que también han hecho del vestido de novia un eje, va recuperando obras de otros performers que también hicieron de un acto en apariencia banal una forma sutil de criticar el estado de las cosas. “Incluso cuando los artistas son torpes, cuando sus pensamientos son confusos, cuando sus gestos se quedan a mitad de camino, sus performances se obstinan en transmitir algo verdadero”, dice Léger también cerca del principio, mientras va enumerando performances varias, entre ellas la de la célebre Marina Abramovic, que también, para contar el horror de la guerra, se puso un vestido blanco y se quedó sentada durante cuatro días sobre mil quinientos huesos de animales que hedían; o la del artista belga Francis Alÿs, que pasó horas empujando por las calles de México un bloque de hielo hasta verlo derretido, obra a la que llamó “Paradojas de la práctica: a veces hacer algo no conduce a nada”. Y Léger se detiene también en las obras de Piero Manzoni, que además de ser tío de Pippa por el lado materno, era también un artista conceptual especializado en desacralizar las instituciones del arte y sus figuras. Pippa, dice Léger, conocía muy bien la obra de su tío, y esa es una de las tantas formas en las que va armando conjeturas para revalorizar la dimensión de su trabajo, de su gesto, para sacarlo de la zona de minimización a la que quiere llevarlo la obsesión generalizada por la seriedad mal entendida, por lo entendible y lo redituable, el pánico a las derivas del arte disfrazado de sensatez. Ahí, en su gesto artístico, está puesto el énfasis de El vestido blanco cuando se trata de Pippa Becca, ahí y no en la tragedia -sobre la que me extenderé la semana próxima- que le impidió terminar esta performance en el lugar planeado, pero que no por eso la dejó inconclusa, porque el femicidio del que Pippa fue víctima siguió operando sobre su obra, la hizo irradiar en muchas otras direcciones, demostró del modo más crudo posible hasta qué punto ciertos proyectos artísticos son indisolubles de la vida, y por ende también de la muerte.