Llegamos ahora a Zazie en el metro, en una traducción de Ariel Dilon hecha en Buenos Aires, en la que, si bien deja en el título la palabra “metro” (y no “subte”, que creo que hubiera sonado mal) sí adopta modos rioplatenses en el texto. Entonces leemos con gusto frases como “¿Oís esto?”, “Apestás, eh orangután”. Traducir a Queneau no es fácil y la versión presentada por las Ediciones Godot sale airosa. Pues, bienvenida esa lectura.
En un pasaje, también leemos un diálogo clave, o mejor dicho, que nos da la clave de la novela:
“-¿Y qué es lo que te interesa, entonces?
Zazie no responde.
-Sí -dice Charles con gentileza inesperada-, ¿qué es lo que te interesa?
-El metro.”
Antes ya había dicho que, pese a ser París una ciudad hermosa, lo que le interesaba “era perderme n’el metro”. El subte funciona entonces como un sitio urbano específico, pero a la vez como metáfora de un cierto perderse, que no es otro que el perderse en una novela llena de invenciones idiomáticas, juegos y dobleces, como si el lenguaje se reflejara en un espejo que se refleja en otro espejo, y así hasta el infinito.
Pero también es lo que los suplementos culturales suelen llamar “una novela deliciosa” (si cobrásemos 1000 pesos por cada lugar común de los suplementos culturales… ¡pagaríamos la deuda externa!), hay una ternura evidente detrás de la aparente frialdad de las invenciones lingüísticas. Zazie es uno de los personajes más hermosos de la literatura francesa del siglo XX. En su prólogo, Dilon la llama “heroína- niña” y tiene razón. Zazie en el metro es, para decirlo en términos proustianos, un viaje al tiempo recobrado.