“Empecé a escribir El amparo en marzo de 1989, pocos días antes de que naciera mi hijo. Tenía veintiséis años, vivía en pareja, era profesor de la UBA y dos años antes había salido como en un cohete de una larga pubertad. El cohete me sacó de mi atmósfera y ya en la estratósfera escribí El amparo. Nunca más volví al peso atmosférico y me hice, a costa de mutaciones orgánicas, a los aires enrarecidos”, cuenta Gustavo Ferreyra en el posfacio a la edición de El amparo que publicó Godot.
En ese mismo texto, el autor recuerda que terminó la novela en febrero de 199I. “Creo que para junio Luis Chitarroni me aseguraba que la editaría en Sudamericana. Se podría suponer una aventura extraordinaria, y algo de eso hubo. Sólo que, hasta que se publicó, en diciembre de 1994, pasé por penurias diversas, aun con contrato firmado. Alguien me preguntó, incluso, si Chitarroni no sería un sádico formidable”, relata sobre los primeros días que pasó consagrado a los aires enrarecidos, los de la literatura. Después, recupera dos anécdotas muy graciosas que ocurrieron en ese diciembre terriblemente caluroso de mediados de la década del noventa pero me voy a abstener de glosarlas porque voy a arruinar la sutileza con la que las cuenta.
Le escribí al autor para saber más cómo fue que Chitarroni aceptó publicar y editar en unos meses de penurias diversas la primera novela del autor.
-¿Cómo recibís la reedición de tu primera novela? ¿Qué te entusiasma de que nuevos lectores puedan llegar a un texto que cumple treinta años?
-A poco que se publicó El amparo, un amigo de un amigo, psicólogo, la leyó y me dijo: Es tu Caballería rusticana. Yo había escuchado algún fragmento de la ópera, sabía que era buena, lo que no sabía era que Pietro Mascagni la había compuesto a sus 27 años y nunca más produjo algo que estuviera a su altura. O sea, un fuerte elogio que venía con algo funesto, bien propio de un amigo de un amigo. No creo que El amparo haya sido el destello en la futura noche, pero su tercera edición me da confianza en que la luz de lo que escribí entre los 26 y los 28 años no está moribunda. Y hasta creo que en el hoy de Señores y de desamparos infinitos, la novela sigue enfocando, tristemente, destinos humanos.
–El amparo se publicó por primera vez en Sudamericana gracias a Luis Chitarroni. ¿Qué recordás de aquel proceso de edición de una primera novela?
-Gracias a El amparo conocí a Luis Chitarroni y tuve con él una relación de años, que excedió la de un editor y un autor, una amistad muy remota si se quiere y, a la vez, entrañable. Desde el primer día, en que dejé sobre su escritorio atiborrado de manuscritos mi novela, hubo entre nosotros una comodidad absoluta. Con él hacía lo que siempre hago: no tener ni estrategia ni táctica, entregarme ingenuamente a lo que soy y a lo que me sale, pero en este caso jamás sentí haber pagado el precio de mi ineptitud para estar en el mundo. Por el contrario, Luis se convirtió en el editor de mis primeras cuatro novelas. Fue mi mentor, sin dudas, y es un orgullo para mí.
En el posfacio de esta edición cuento algo de los avatares de cuando se publicó la novela.
-Dice Elvio Gandolfo en el prólogo de la reedición: “No hay un amparo mayor que el de la casa. Pero a su vez no hay entorno donde sea más fácil sentirse débil, mudo, desamparado”. ¿Existió en el momento de la escritura esa reflexión sobre la interioridad de un hogar, de una casa?
-Claro que yo mismo, mientras escribía El amparo, me preguntaba acerca de lo que apenas si vislumbraba: el afuera de la casa. Nada bueno podía suponerse, desde ya; un mundo de miserias y de neurosis duras como placas de acero. Adolfo puede verse también como un pobre cangrejo ermitaño que buscó desesperadamente una casa para ya no salir, y aunque su cuerpo esté allí comprimido y sufriente, él en verdad no lo registra ni por asomo. Un mundo de gentes refugiadas en casas y gentes de calles inenarrables. Adolfo es uno de nosotros que llegó al extremo.
-La posición de Adolfo frente a su trabajo y la actividad del señor tienen un eco absolutamente rastreable en un presente muy marcado por trabajadores sometidos a la economía de plataformas o por profesionales con tres, cuatro trabajos para lograr sobrevivir. ¿Qué dice Adolfo sobre la identidad del trabajador?
-Justamente, Adolfo es un trabajador sin ninguna identidad como tal. Está completamente fundido en su trabajo porque el trabajo es su vida. Adolfo es un
receptor de carozos, sin ningún aditamento.
Creo que haber llegado a un mundo donde alguien porta el nombre Adolfo es ya un indicio de lo que ha ocurrido con las memorias. La identidad del trabajador en esa casa está detrás de un horizonte, de un horizonte que ha quedado atrás.